Diez años después de su desaparición, el pensamiento de Daniel Bensaïd sigue más vivo que nunca: no solo se lee y discute su obra en Francia, sino también en Brasil, el Estado español, EE UU y otros países del mundo. En pocas ocasiones la creatividad revolucionaria ha adquirido una expresión con tanto impacto en nuestra época.
Vayan de entrada unas pinceladas personales. Daniel Bensaïd y yo militamos juntos en la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), también participamos en la fundación del Nuevo Partido Anticapitalista (NPA). En la LCR no siempre coincidíamos en la misma tendencia política, pero siempre compartimos el deseo de asociar Leon Trotsky a Ernesto Che Guevara, así como la pasión por las luchas revolucionarias en América Latina. En múltiples ocasiones intervinimos juntos en los debates con marxistas brasileños. También teníamos nuestros desacuerdos, dado que Daniel era un auténtico leninista –si bien con capacidad para hacer una lectura sutil e innovadora de Vladimir Ilich– y yo soy un adepto, mejor dicho, un enamorado de Rosa Luxemburg. Hacia finales de los años 1980, el descubrimiento de Walter Benjamin nos acercó mucho. Mi libro Redención y Utopía (1988), en el que se aborda ampliamente el pensamiento de Benjamin, le interesó a pesar de su poca apetencia por la religión. En esa época le propuse escribir a cuatro manos un artículo sobre el autor de las Tesis sobre el concepto de la Historia y él me respondió: “¿Por qué no un libro?”… Finalmente fue él quien escribió el libro y se trata de uno de sus trabajos más importantes. Por otra parte, teníamos algunas divergencias: Daniel estaba lejos de compartir mi entusiasmo por el romanticismo anticapitalista, la utopía comunista y la teología de la liberación. Observaba con cierta distancia, teñida de ironía, mis idas y venidas por esas tierras movedizas; pero, al mismo tiempo, ambos nos sentíamos atraídos por Charles Péguy, un autor al que descubrí gracias a Daniel. Solo que yo lo veía como un romántico y socialista cristiano y Daniel como un clásico y un socialista enamorado de Juana de Arco…
En 2005, entre los dos escribimos el artículo “Auguste Blanqui, comunista herético”, una definición que también le viene como anillo al dedo al propio Daniel. Este artículo se publicó en el libro colectivo editado por nuestros amigos Philippe Corcuff y Alain Maillard, Les socialismes français à l’épreuve du pouvoir. Pour une critique mélancolique de la gauche (Paris: Textuel, 2006). Admirábamos mucho a Blanqui, ese implacable adversario de la burguesía, de la ideología positivista y de las doctrinas del progreso, y nos pusimos de acuerdo en la interpretación de sus escritos en las fraternales discusiones en el café Le Charbon. Nuestras diferencias fundamentales no tenían que ver con Blanqui sino con Marx: Daniel criticaba lo que consideraba como una “postura sociológica” del padre fundador: la creencia de que la concentración de obreros en las fábricas conduciría necesariamente a su toma de conciencia y a su organización; por mi parte, insistía que para la filosofía de la praxis marxista es la experiencia en la lucha la que produce la consciencia de clase. Logramos llegar a un acuerdo…
Como mucha gente, sentí su fallecimiento como una pérdida irreparable para nuestra causa. Pero nos dejó una obra cuyo potencial crítico y emancipador es inagotable.
La obra de Daniel Bensaïd
Antes de 1989, Daniel escribió algunos libros importantes sobre estrategia revolucionaria, pero a partir de ese año, con la publicación de Moi la Révolution: Remembrances d’un bicentenaire indigne (Gallimard, 1989), dio inicio a un nuevo período que no solo se caracteriza por una enorme producción –decenas de libros, varios consagrados a Marx–, sino también por una renovada calidad literaria de su escritura, una fantástica ebullición de ideas y una sorprendente creatividad. Las razones de esta inflexión, tanto personales como políticas e históricas, son complejas y en parte constituyen un misterio. A pesar de su gran diversidad, los escritos de Bensaïd contienen algunos hilos rojos comunes: la memoria de las luchas –y de las derrotas– del pasado, el interés por las nuevas formas del anticapitalismo y la preocupación por los nuevos problemas a los que tiene que hacer frente la estrategia revolucionaria. Su reflexión teórica es inseparable de su compromiso militante, tanto cuando escribe sobre Juana de Arco –Jeanne de guerre lasse (Gallimard, 1991)– como cuando lo hace sobre la fundación del NPA (Prennons Parti, con Olivier Besancenot, Mille et une Nuits, 2009). Por ello, sus escritos tienen una fuerte carga personal, emocional, ética y política que les otorga una cualidad humana poco ordinaria. La multiplicidad de sus referencias puede parecer extraña: Marx, Lenin y Trotsky, sin duda, pero también Auguste Blanqui, Charles Péguy, Hannah Arendt, Walter Benjamin, sin olvidar a Blaise Pascal, Chateaubriand, Kant, Nietzsche y muchos otros. A pesar de esa sorprendente variedad, aparentemente ecléctica, su discurso es de una remarcable coherencia.
Le Pari mélancolique (1997)
Todos los libros de Daniel enriquecen la cultura revolucionaria, pero mi preferido es Le Pari mélancolique (Fayard, 1997). Se trata de una elección personal y por tanto arbitraria, pero me parece que es en este libro en el que más avanza en la renovación del pensamiento marxista. Lo escribió en el momento crítico de los años 90: años lastrados por la carga negativa de la restauración capitalista en la URSS y en los países del Este, sin apenas resistencia, pero también iluminados por la estrella de la esperanza fruto del levantamiento zapatista de 1994 y, sobre todo, del formidable movimiento de revuelta obrera y popular en Francia en 1995.
En el ejemplar que tengo de este libro, Daniel me hizo una dedicatoria que hace referencia a nuestras preocupaciones comunes, pero sin renunciar a señalar, en un pequeño paréntesis, nuestra diferencia: “Para Michael, Le Pari Mélancolique, sobre la actualidad (profana) de la razón mesiánica; con amistad, Daniel”.
La primera parte de ese libro es un diagnóstico lúcido del “desorden mundial” provocado por la globalización capitalista. No se limita, como muchos otros marxistas, a hablar de la crisis económica, sino que se sitúa, de entrada, en una perspectiva ecológica, constatando la discordancia explosiva entre el tiempo mercantil y el tiempo biológico. Es uno de los primeros en darse cuenta de la importancia capital de la crisis ecológica en el movimiento marxista revolucionario. Daniel constata que la regulación mercantil opera en el corto plazo: su lógica desprecia el futuro e ignora los efectos irreversibles propios de la biosfera; presupone una naturaleza explotable y moldeable sin límites. Como escribió ese gran precursor del liberalismo contemporáneo que se llama Jean Baptiste Say, “las riquezas naturales son inagotables porque de lo contrario no las obtendríamos gratuitamente”. Mientras que los ritmos naturales se armonizan a lo largo de siglos o milenios, la razón económica capitalista busca ganancias rápidas y beneficios inmediatos.
La biosfera, subraya Daniel Bensaïd basándose en los trabajos de René Passet, posee su propia racionalidad inmanente que es irreductible a la razón mecánica del mercado. Los valores ecológicos no se pueden convertir en valores mercantiles y viceversa. Como lo ilustra la polémica sobre las ecotasas, los efectos y los costes ecológicos no se pueden traducir al miserable lenguaje del cálculo mercantil. Tenemos necesidad de una alternativa anticapitalista: el ecocomunismo.
La globalización también está atravesada por otra contradicción no menos peligrosa: la racionalidad formal de la globalización capitalista favorece en todas partes la irracionalidad de los pánicos identitarios; la universalidad abstracta del cosmopolitismo mercantil provoca los particularismos y refuerza los nacionalismos. En ese universo regido por la ley del beneficio, sometido a la anónima dictadura del capital, los muros no se derrumban, sino que se desplazan: de ahí la Europa de Schengen rodeada de torres de vigilancia. En el año 2020 se podría añadir: y ahogando en aguas del Mediterráneo a decenas de miles de migrantes.
El internacionalismo de clase sigue siendo la mejor respuesta frente a los nacionalismos tribales y frente a los imperialismos. Es el heredero de la universalidad de la razón proclamada por la filosofía de la Ilustración y la concepción revolucionaria de la ciudadanía –abierta a las personas extranjeras– de la constitución republicana del 24 de junio de 1793, aprobada por la Convención en la que participaron –¡aunque no por mucho tiempo!– Anarcharsis Cloost y Thomas Paine. En fin, la solidaridad con el otro se basa en una vieja tradición que se remonta al Antiguo Testamento: “No oprimas al extranjero. Bien saben ustedes lo que es ser extranjero [y sin papeles, M.L.], pues extranjeros fueron en la tierra de Egipto” (Éxodo 23: 9-11).
La última parte del libro, “La revolución en sus laberintos”, es, desde mi punto de vista, la más innovadora y la más inspirada. En ella encontramos numerosas referencias del Antiguo Testamento. Judío no-judío –en el sentido que le dio al término Isaac Deutscher–, ateo y antisionista, Daniel se interesaba por la tradición judía, el mesianismo, el marranismo y los profetas. El profeta bíblico, como ya lo sugirió Max Weber en su libro sobre el judaísmo antiguo, no realiza ritos mágicos sino que invita a la acción. A diferencia del atentismo apocalíptico y de los oráculos del inexorable destino, la profecía es una anticipación condicionada que busca conjurar lo peor y dejar abierta la puerta de los posibles.
En los orígenes de la profecía, en el exilio de Babilonia, se encuentra una exigencia ética que se forja en la resistencia a toda razón de Estado. Esta exigencia profunda atraviesa los siglos: Bernard Lazare, el dreyfusard y socialista libertario fue, según Péguy, un ejemplo de profeta moderno, movido por la “fuerza de la amargura y la desilusión”, un soplo de indomable resistencia a la autoridad.
Sin duda, quienes hayan resistido al poder y a la fatalidad, todos esos príncipes de lo posible que son los profetas, herejes, disidentes y rebeldes de todo pelaje, se equivocaron muchas veces, pero trazaron una pista, apenas visible, y salvaron a la opresión del pasado del saqueo grosero de los vencedores.
Para Daniel Bensaïd, la profecía existe en toda gran aventura humana, amorosa, estética o revolucionaria. La profecía revolucionaria no es una previsión, sino un proyecto sin ninguna garantía de éxito. La revolución, no como modelo prefabricado sino como hipótesis estratégica, constituye el horizonte ético sin el cual la voluntad se quiebra, la capacidad de resistencia capitula, la fidelidad desfallece y la tradición (de los oprimidos) se olvida. Sin la convicción de que se puede romper el círculo vicioso del fetichismo y la ronda infernal de la mercancía, las mediaciones se anteponen al fin, el movimiento al objetivo y la táctica a los principios.
La bifurcación y la apuesta
Daniel tiene el mérito de haber introducido un nuevo concepto en el léxico marxista: la bifurcación. Por decirlo de alguna manera, esbozó los grandes rasgos de lo que se podría denominar el marxismo de la bifurcación. Es cierto que Blanqui ya utilizaba ese término, pero lo hacía en relación a la astronomía; Rosa Luxemburg no utilizó el término, pero esa idea constituía el núcleo de su folleto Junius (La crisis de la socialdemocracia) de 1915: socialismo o barbarie. Daniel cita poco a Rosa Luxemburg: me parece que es una limitación…, aunque su posición vaya más allá. La relectura que hace de Marx a la luz de Blanqui, de Walter Benjamin y de Charles Péguy le lleva a concebir la historia como una serie de ramificaciones y bifurcaciones, un campo de posibles en el que la lucha de clases ocupa un lugar decisivo, pero en el que no se puede prever el resultado. Su idea de la revolución se opone al encadenamiento mecánico de una temporalidad implacable. Refractaria al desarrollo causal de los hechos ordinarios, la revolución es, tanto para Walter Benjamin como para Bensaïd, interrupción.
De ahí se deriva que el compromiso político revolucionario no se puede basar en no importa qué certeza científica progresista, sino en una apuesta razonable sobre el futuro. Daniel se inspira para ello en los remarcables trabajos –hoy en día demasiado olvidados– de Lucien Goldman sobre Pascal: para el pensador jansenista del siglo XVII, los hechos no pueden demostrar la existencia de Dios; para el creyente no puede ser otra cosa que una apuesta a la que se compromete de por vida. Según Goldmann, hay que aplicar un razonamiento análogo –pero profano– al porvenir socialista de la humanidad: se trata de una esperanza que no se puede probar científicamente, pero por la que hay que apostar y comprometerse totalmente. En un sentido o en otro, la apuesta es ineluctable. Como escribió Pascal, hay que apostar, no hay otra alternativa; toda actividad, todo compromiso está basado, necesariamente, en una apuesta y, por tanto, supone trabajar a favor de lo imprevisible. Tanto en la religión del dios oculto (Pascal) como en la política revolucionaria (Marx), concluye Daniel, la obligación de apostar define la condición trágica del hombre moderno.
Como pertinentemente señala Enzo Traverso en su bello libro Melancolía de izquierda, el pensamiento de Daniel Bensaïd rompió con el historicismo estalinista del PCF que reproducía algunos de los rasgos de la socialdemocracia alemana criticados por Walter Benjamin: visión lineal de la historia como resultado del desarrollo de las fuerzas productivas, confianza en el progreso y certeza en la victoria final 1/.
Nada es más ajeno al revolucionario, insistía Bensaïd, que la paralizante fe en un progreso necesario, en un futuro garantizado. Aun siendo pesimista, se niega a capitular. Su utopía es la del principio de la resistencia frente a la catástrofe probable. La apuesta no es un deseo piadoso, una simple opción moral. Como ya lo dijo Lucien Goldmann, se traduce en acción; para Daniel, en acción estratégica, intervención militante, en el corazón de las contradicciones de la realidad.
Michael Löwy es sociólogo y filósofo marxista. Es autor, entre otras obras, de Ecosocialismo (Biblioteca Nueva, 2012) y Cristianismo de liberación (El Viejo Topo, 2019)
Traducción: viento sur