Mientras que el ateísmo es atacado por bastantes religiosos y la religión por numerosos laicos, las luchas emancipadoras han reunido a los que creían en el Cielo y a los que no creían en él, sobre todo en América Latina, gracias a la teología de la liberación. Sin embargo, este tipo de alianza parece inconcebible para los partidarios ultra ortodoxos del islam político. ¿Por qué?
Que la religión sobreviva aún al alba del quinto siglo después de la revolución científica representa a priori un enigma para cualquiera que se inscriba en una visión positivista del mundo. Pero si bien ésta ha perdurado hasta nuestra época como parte de la ideología dominante, también ha producido ideologías combativas, que objetan las condiciones sociales o políticas vigentes. Y lo hacen con un éxito innegable. Dos de esas ideologías estuvieron en el centro de la escena durante las últimas décadas: la teología de la liberación cristiana y el integrismo islámico.
La correlación entre el auge de cada uno de esos movimientos y el destino de la izquierda laica en sus respectivas regiones constituye un indicio revelador de sus propias naturalezas. Mientras que el destino de la teología de la liberación coincide con el de la izquierda laica en América Latina –donde de hecho actúa como un componente de izquierdas en general, y es percibida como tal–, el integrismo islámico se desarrolló en la mayor parte de los países de mayoría musulmana como un competidor. Reemplazó a la izquierda en el intento de canalizar la protesta contra lo que Karl Marx llamaba la “miseria real” y contra el Estado y la sociedad que son considerados responsables de la misma. Esas correlaciones contrarias –positiva en el primer caso, negativa en el segundo– dan cuenta de una profunda diferencia entre los dos movimientos históricos.
La teología de la liberación ofrece la principal manifestación moderna de lo que Michael Löwy llama, retomando un concepto forjado por Max Weber, la “afinidad electiva” entre cristianismo y socialismo (1). Más exactamente, la afinidad electiva en cuestión acerca la herencia del cristianismo primitivo –cuya extinción permitió que el cristianismo se convirtiese en la ideología institucionalizada de la dominación social existente– y el utopismo “comunístico” (2). Así, en 1524-1525, el teólogo Thomas Müntzer pudo formular en términos cristianos un programa para la rebelión de los campesinos germanos, que Friedrich Engels describió en 1850 como una “anticipación del comunismo en la imaginación” (3).
Esta misma afinidad electiva explica por qué la ola mundial de radicalización política de izquierdas que se inició en la década de 1960 pudo adoptar en parte una dimensión cristiana –en particular en los países “periféricos”, donde la mayoría de la población era cristiana, pobre y oprimida–. Fue particularmente visible en América Latina, donde, a partir del inicio de la década de 1960, la radicalización fue impulsada por la Revolución Cubana. La principal diferencia entre esta ola moderna de radicalización y el movimiento de los campesinos germanos analizado por Engels reside en el hecho de que, en el caso latinoamericano, la corriente cristiana del utopismo “comunístico” no se combinaba tanto con una nostalgia por formas de vida comunitarias del pasado (aunque fuera posible semejante dimensión entre los pueblos autóctonos) como con aspiraciones socialistas modernas, del tipo de las que mantenían los revolucionarios marxistas latinoamericanos.
En cambio, el integrismo islámico creció sobre el cadáver en descomposición del movimiento progresista. A comienzos de la década de 1970 se vivía el declive del nacionalismo radical impulsado por las clases medias; un declive simbolizado por la muerte de Gamal Abdel Nasser, en 1970, tres años después de su derrota ante Israel en la Guerra de los Seis Días. En paralelo, fuerzas reaccionarias que utilizaban el islam como estandarte ideológico se expandieron en gran parte de los países de mayoría musulmana, atizando las llamas del integrismo para incinerar los restos de la izquierda. Colmando el vacío creado por el derrumbe de esta última, el integrismo islámico no tardó en convertirse también en el vector principal de la oposición más fuerte a la dominación occidental; una dimensión que había integrado desde el comienzo, pero que se había atenuado durante la era nacionalista laica.
Una intensa oposición a la dominación occidental prevaleció nuevamente en el seno del islam chií después de la Revolución Islámica de 1979 en Irán, y volvió a recuperar protagonismo en el seno del islam suní a comienzos de la década de 1990, cuando destacamentos armados de integristas pasaron del combate contra la Unión Soviética al combate contra Estados Unidos. Este cambio sucedió a la derrota y a la desintegración de la primera, y al consecutivo retorno militar a Oriente Próximo del segundo.
Fue así como sobre la vasta extensión geográfica de los países de mayoría musulmana llegaron a coexistir dos tipos principales de integrismo, caracterizados uno por su colaboración con los intereses occidentales y el otro por su hostilidad respecto de estos. El bastión del primer tipo es el reino saudí, el más oscurantista de todos los Estados islámicos. El bastión del tipo antioccidental en el seno del chiismo es la Républica Islámica de Irán, mientras que Al Qaeda y su avatar, la Organización del Estado Islámico, representan para los suníes su punta de lanza actual.
Todas las corrientes del integrismo islámico se dedican de la misma manera a lo que se puede describir como una utopía medieval reaccionaria, es decir un proyecto de sociedad imaginaria y mítica que no mira hacia el futuro, sino hacia el pasado. Todos buscan reinstaurar la sociedad y el Estado mitificados del islam de los primeros tiempos. En eso comparten una premisa formal con la teología de la liberación cristiana, que se refiere al cristianismo primitivo. Sin embargo, el programa de los integristas islámicos no consiste en un conjunto de principios idealistas que apuntan a un “comunismo de amor” y que emanan de una comunidad oprimida de pobres que viven en los márgenes de su sociedad, comunidad cuyo fundador sería atrozmente eliminado por los poderes establecidos. Ese programa tampoco invoca alguna forma antigua de propiedad comunal, como fue, en parte, el caso del levantamiento de los campesinos germanos del siglo XVI.
Los integristas islámicos tienen más bien en común la determinación de instaurar un modelo medieval de dominación de clases, antes “realmente existente” aunque mitificado; un modelo surgido hace poco menos de catorce siglos y cuyo fundador –un mercader convertido en profeta, señor de la guerra y constructor de Estado y de imperio– murió en la cima de su poder político. Como toda tentativa de restaurar una estructura social y política de varios siglos de antigüedad, el proyecto del integrismo islámico equivale necesariamente a una utopía reaccionaria.
Este proyecto se encuentra en afinidad electiva con el islam ultraortodoxo que, con el apoyo del reino saudí, se convirtió en la corriente dominante dentro de la religión musulmana (4). Este islam alienta un enfoque literalista de la religión por medio de su culto sin par del Corán, considerado como palabra divina definitiva. Lo que, en nuestros días, en la mayoría de las otras religiones es privativo del integrismo como corriente minoritaria –es decir, fundamentalmente, una doctrina que preconiza la elaboración de una interpretación literal de las escrituras religiosas– desempeña un papel esencial en el islam institucional dominante. En razón del contenido histórico específico de las escrituras a las que intenta ser fiel, el islam ultraortodoxo alienta particularmente doctrinas para las cuales una elaboración de la religión conforme a la fe supone un gobierno fundado en el islam, en la medida en que el profeta luchó duramente para instaurar un Estado así. Por la misma razón, favorece en particular la lucha armada contra toda dominación no islámica, refiriéndose a la historia y a la guerra que el islam llevó adelante contra las demás creencias en el momento de su expansión.
Reconocer esta afinidad electiva entre islam ultraortodoxo y utopismo medieval reaccionario, después de haber subrayado la que vincula cristianismo primitivo y utopismo “comunístico”, no tiene que ver con un juicio de valor, sino con una sociología histórica comparativa de las dos religiones. A fin de cuentas, reconocer sus afinidades electivas de ninguna manera significa que no existan tendencias contrarias en cada una de las dos. Así, el cristianismo integró desde su fundación tendencias que alimentaban diversos tipos de doctrina reaccionaria y de integrismo. Inversamente, las escrituras islámicas comprenden algunos vestigios igualitarios del tiempo en que los primeros musulmanes constituían una comunidad oprimida y que sirvieron para formular versiones “socialistas” del islam.
Además, que haya afinidades electivas diferentes en el cristianismo y en el islam no significa que la evolución histórica real de cada religión haya seguido naturalmente la pendiente de su afinidad electiva específica. Por supuesto, esta evolución se adaptó a la configuración real de la sociedad de clases con la que cada una está imbricada –una configuración extremadamente diferente de la condición social original en el caso del cristianismo, menos en el caso del islam–. Durante varios siglos, el cristianismo histórico “realmente existente” fue menos progresista que el islam histórico “realmente existente”. En el seno de la propia Iglesia Católica, en nuestros días se desarrolla un duro combate entre, por un lado, una versión dominante reaccionaria representada por Joseph Ratzinger (el ex Papa Benedicto XVI) y otros similares a él y, por el otro, los partidarios de la teología de la liberación, a los que la radicalización de izquierda en América Latina les dio un nuevo impulso.
Reconocer una afinidad electiva entre cristianismo y socialismo no significa que el cristianismo histórico fuera fundamentalmente socialista. Semejante afirmación esencialista sería absurda. De la misma manera, reconocer la afinidad electiva entre el corpus islámico y el utopismo medieval reaccionario de nuestra época, que adquiere la forma del integrismo islámico, de ninguna manera equivale a pensar que el islam histórico era esencialmente integrista –ciertamente no lo era– o que los musulmanes estén condenados a caer bajo la férula del integrismo, sean cuales fueren las condiciones históricas. Pero tanto en el caso del cristianismo (original) como en el del islam (literalista), este conocimiento es una de las claves para comprender los diferentes usos históricos de cada religión como estandarte de protesta.
Nos permite comprender por qué la teología de la liberación cristiana pudo convertirse en un componente tan importante de la izquierda en América Latina, mientras que todas las tentativas de producir una versión islámica de esta misma teología permanecieron marginales. También nos ayuda a percibir por qué el integrismo islámico pudo ganar la enorme importancia que tiene en nuestros días dentro de las comunidades musulmanas y por qué suplantó con tanta facilidad a la izquierda en la encarnación del rechazo de la dominación occidental, aunque en términos socialmente reaccionarios.
La idea orientalista superficial, ampliamente extendida hoy, según la cual el integrismo islámico es la inclinación “natural” y ahistórica de los pueblos musulmanes es totalmente aberrante, dado que ignora hechos elementales. Así, por ejemplo, hace algunas décadas uno de los partidos comunistas más importantes del mundo, un partido que, por lo tanto, se fundaba oficialmente en una doctrina atea, ejercía sus actividades en el país que cuenta con el mayor número de musulmanes: Indonesia. A partir de 1965, ese partido fue ahogado en sangre por militares indonesios apoyados por Estados Unidos. Otro ejemplo: a finales de la década de 1950 y comienzos de la de 1960, la principal organización política en Irak, sobre todo entre los chiíes del sur del país, no era un movimiento dirigido por un religioso cualquiera, sino, también en este caso, el Partido Comunista. Por otra parte, Nasser, que presidió el giro “socialista” de Egipto en 1961, era un creyente sincero y un musulmán practicante, aun cuando fuera a convertirse en el peor enemigo de los integristas. La influencia que alcanzó en el apogeo de su prestigio en los países árabes y en otros sigue sin ser igualada.
Por lo tanto, conviene situar cualquier uso del islam, como de cualquier otra religión, en sus condiciones sociales y políticas concretas, así como es importante hacer una distinción clara entre el islam, cuando este se vuelve un instrumento ideológico de la dominación de clase y de género, y el islam como indicador de identidad de una minoría oprimida, en los países occidentales, por ejemplo.
A pesar de esto, el combate ideológico contra el integrismo islámico –contra sus ideas sociales, morales y políticas, pero no contra los principios espirituales básicos del islam en tanto religión– debería seguir siendo una de las prioridades de los progresistas en el seno de las comunidades musulmanas. En cambio, hay muy poco que objetar a las ideas sociales, morales y políticas propias de la teología de la liberación cristiana –exceptuando su adhesión al tabú cristiano general de la interrupción voluntaria del embarazo–, incluso para los ateos endurecidos de la izquierda radical.
Notas:
Este texto es una adaptación del libro Marxisme, orientalisme, cosmopolitisme, Actes Sud, Arles, 2015.
(1) Michael Löwy, Guerra de dioses. Religión y política en América Latina, Siglo XXI, México, 1999.
(2) El adjetivo “comunístico” es usado aquí para distinguir ese utopismo de las doctrinas comunistas formuladas después del advenimiento del capitalismo industrial.
(3) Friedrich Engels, La guerra campesina en Alemania, Capitán Swing, Madrid, 2008 (1a ed.: 1850).
(4) Véase Nabil Mouline, “En las raíces del islam”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2015.