En esta entrevista con Rosa Moussaoui, Franck Gaudichaud analiza algunas de las dinámicas sociales y políticas del último período y los desafíos actuales que enfrenta la región.
Profesor de Historia y de Estudios de la América Latina Contemporánea en la Universidad de Toulouse-Jean-Jaurès, miembro del consejo de redacción de la revista ContreTemps y copresidente de la asociación France Amérique Latine, Franck Gaudichaud editó recientemente dos obras colectivas que ofrecen un balance crítico de los proyectos políticos «progresistas» que cuestionaron la hegemonía neoliberal en el continente.
¿Cuál es la trama política común de lo que usted designa como «experiencias progresistas» de principios del S. XXI en América Latina?
La caracterización es un tanto engañosa. Nosotros la retomamos porque son los protagonistas los que la utilizan, desde Kirchner en Argentina hasta Álvaro García Linera en Bolivia. Estos actores, en su diversidad, construyeron un espacio político común al que decidieron nombrar «progresista». En ese sentido, esta categoría nos parece legítima, aun si los distintos gobiernos progresistas y «de izquierda» nos remiten a experiencias bien diferentes. Por un lado, las experiencias «nacionales y populares» más o menos «radicales» de Venezuela, Ecuador y Bolivia. Y por otro, las experiencias más orientadas hacia la centroizquierda, e incluso hacia formas de socioliberalismo, entre las cuales pueden mencionarse el Frente Amplio de Uruguay (bajo el mandato, entre otros, de José «Pepe» Mujica), el caso de Brasil bajo el gobierno de Lula y luego bajo el de Dilma Roussef. Sin embargo, más allá de la categoría, es posible observar puntos en común durante la «época dorada» de los progresismos: el retorno del Estado, la crítica al neoliberalismo y las perspectivas desarrollistas. Todo esto en el marco de prácticas políticas que efectivamente fueron muy heterogéneas.
¿Cómo se explica la longevidad de estos gobiernos en contextos tradicionalmente marcados por la inestabilidad política?
Ahora que contamos con la ventaja de la distancia crítica sobre este «ciclo», que se extendió aproximadamente desde 1998 (elección de Chávez) a 2016 (destitución de Dilma Roussef), y que está lejos de haber terminado, podemos constatar que coincidió durante un largo período con el aumento de los precios de las materias primas. Esta bendición junto al crecimiento de las exportaciones hicieron posible, en el mediano plazo, el retorno de los programas sociales (muchas veces calificados como asistencialistas), los planes de lucha contra la pobreza y las políticas de desarrollo. Hubo entonces una coyuntura económica favorable a nivel internacional y, al mismo tiempo, una búsqueda de respuestas a la crisis de hegemonía que azotó al neoliberalismo a fines de los años 1990. En ese contexto, algunas fuerzas políticas progresistas intentaron renovar o crear desde cero vínculos con los movimientos populares, y buscaron el apoyo de una nueva base social en las revueltas plebeyas del período (especialmente en los casos de Bolivia y de Ecuador) para enfrentar a las derechas neoliberales y conservadoras.
Entonces, ¿las políticas de redistribución y de inclusión social solo eran posibles en esta fase de prosperidad económica?
En todo caso, esta es una de las contradicciones y el talón de Aquiles de estas recientes experiencias latinoamericanas. Lo que sucedió en aquel momento no fue ni una perpetuación del neoliberalismo, ni una transformación con perspectivas anticapitalistas. En el fondo, se trató de la institución de un nuevo pacto social, ciertamente más redistributivo, pero que incluía a las clases dominantes que también se beneficiaron enormemente con el boom económico (sus riquezas aumentaron de manera considerable en Brasil, en Ecuador y en otras partes). En el marco de este nuevo pacto social o equilibrio sociopolítico, se implementaron respuestas positivas a la emergencia social y, en algunos países, las oligarquías fueron definitivamente desplazadas (por ejemplo, en Venezuela). Pero este equilibrio era frágil en la medida en que se mantuvieron las fronteras sociales y la dominación de clase (y también las de «raza» y género). Y lo era a su vez a causa de la fuerte dependencia que vinculaba a estas políticas redistributivas con la coyuntura internacional en el marco de una división internacional del trabajo que es profundamente violenta.
¿Cuál fue el obstáculo para dejar atrás esta dependencia de las materias primas, en particular de la renta petrolera y gasífera?
Este es el otro gran debate, que muchas veces se plantea en términos caricaturescos. La alternativa no es entre un extractivismo desenfrenado en nombre del desarrollo y unos mendigos que duermen encima de una «montaña de oro», para retomar una expresión del expresidente ecuatoriano Rafael Correa. Los trabajos del economista Pierre Salama, y también los de muchos otros, sacan a luz una gran paradoja. Históricamente, en América Latina, la izquierda se opuso a la dependencia y a las relaciones heredadas del colonialismo. Sin embargo, esos diez o quince años de progresismo reforzaron la matriz extractivista. Es cierto que el Estado ganó espacio frente a los agentes privados. Pero se reforzó la dependencia de las materias primas, las multinacionales lograron salir del apuro y se constataron los efectos de la desindustrialización y de la financierización de la agricultura intensiva, en particular en los casos de Argentina y Brasil. Evidentemente, llovieron divisas. Pero al precio de importantes impactos sociales, políticos y ambientales. Ahora bien, el problema no es solo económico: el extractivismo es un régimen político que favorece el autoritarismo, alienta la corrupción, genera tensiones con los movimientos sociales e indígenas, devasta territorios enteros y fragmenta a las clases populares. Sin embargo, también es evidente que ningún país latinoamericano puede salir solo del extractivismo y del neocolonialismo de la noche a la mañana. Esto plantea la cuestión de la cooperación regional e internacional. Exigirle a Bolivia que renuncie a todo su litio en el Salar de Uyuni, que renuncie sin más, sin ninguna alternativa concreta, sin ingresos que le permitan afrontar la emergencia social, sería absurdo. Entonces, la cuestión que se plantea es la de las transiciones ecosociales y tecnológicas necesarias.
Estas experiencias progresistas tomaron en muchos casos una tonalidad soberanista. En el marco de este impulso político, ¿en qué sentido fue decisiva la aspiración a la independencia nacional?
La cuestión nacional fue central frente a la agenda de los Estados Unidos, del neoliberalismo y del consenso de Washington tal como se impuso en los años 1990 y a comienzos del milenio. Hubo una reacción nacional y popular. Así, el chavismo se inscribe claramente en una genealogía histórica latinoamericana que es la de grandes movimientos como el peronismo en Argentina o el cardenismo en México. Por lo tanto, hubo en estas experiencias una dimensión «populista» en el sentido histórico del término. La prensa usa esta noción de manera peyorativa y normativa, para descalificar a los gobiernos, pero si se toma el asunto en serio, el «populismo de izquierda» estuvo en el centro de estos procesos, en el sentido de las teorías de Ernesto Laclau. De aquí el interés de prestar atención a los debates y a los usos indebidos que suscita esta noción. ¿Es posible reivindicarse como parte del «pueblo» sin que surjan estas contradicciones? El populismo de izquierda, ¿puede aplanar las diferencias de clase? Desde mi punto de vista esto no es posible. Es una de las tensiones que se manifestaron en el curso de estas experiencias políticas. La cuestión del «caudillismo», el hiperpresidencialismo, la encarnación exclusiva de la voluntad popular en un jefe carismático, nos plantea problemas a la hora de proclamar la autonomía de los movimientos sociales, la participación y la invención democrática. Esto es así aun cuando figuras como las de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa o Lula permitieron, durante cierto tiempo, que cristalizaran momentos de cambio político antioligárquicos.
Los procesos constituyentes de los años 2000 en Bolivia y en Ecuador consagraron un Estado plurinacional. ¿Cuáles fueron las implicancias que esto tuvo en la práctica? ¿Se abrió el camino hacia auténticos intentos de descolonización?
El Estado plurinacional marcó un avance claro en esta dirección al reconocer la diversidad lingüística y los derechos comunitarios. Pero todavía queda mucho por hacer. La historiadora boliviana Silvia Rivera Cusicanqui resume este desafío en los siguientes términos: «Lo decolonial es un neologismo que está de moda, lo poscolonial es un deseo, lo anticolonial es una lucha». Todo está por hacerse y los cambios constitucionales no son más que una etapa. Sin embargo, debemos tener cautela y no esencializar al movimiento indígena, cuyas decisiones políticas y conductas también son plurales y contradictorias, tal como podemos apreciar en este momento en la campaña presidencial de Ecuador.
El 8 de marzo circularon imágenes sorprendentes de México: Andrés Manuel López Obrador aislado en el palacio presidencial frente a las manifestantes que escribieron los alrededores los nombres de miles de mujeres asesinadas. ¿Por qué la izquierda latinoamericana en el poder permaneció sorda a reivindicaciones feministas que, sin embargo, le dieron cuerpo a potentes movimientos sociales?
Esos gobiernos no lograron superar los reflejos patriarcales, es decir, machistas, de sociedades que siguen siendo muy conservadoras, en las que las Iglesias todavía mantienen un peso político decisivo y en las que ponerse del lado de las feministas no es necesariamente popular. Los movimientos feministas se construyeron en y por la autonomía, muchas veces en confrontación con las fuerzas de la izquierda a las que les resulta difícil deshacerse de la cultura machista (tanto al interior de las organizaciones como en sus discursos). Pero, por desgracia, esto no es algo específico de América Latina. Desde este punto de vista, la legalización de la interrupción voluntaria del aborto en Argentina representa un punto de quiebre. Esta conquista es fruto de la movilización de las mujeres: fue la presión de un potente movimiento la que hizo que el kirchnerismo, que durante mucho tiempo sostuvo una posición ambigua sobre el tema, termine por asumir este gesto político. La fuerza de las feministas chilenas también es ejemplar en este sentido.
¿Qué caminos abre el levantamiento popular de Chile y el proceso constituyente actualmente en curso, sobre todo cuando se considera que se trata de un país que fue el laboratorio del neoliberalismo en el continente y en el mundo entero?
La fuerza del levantamiento de octubre de 2019 desplazó todas las fronteras de una manera imprevisible. Esta irrupción popular remodeló completamente el panorama político e hizo temblar a la oligarquía, comenzando por el presidente conservador, Sebastián Piñera. Sin embargo, la paradoja es que una gran parte de les representantes del movimiento social podrían quedar afuera de la futura Convención constitucional a causa del cierre, por arriba, de un «Acuerdo por la paz social y la Constitución» al que suscriben la mayoría de las fuerzas políticas representadas en el Parlamento. Este acuerdo tiene el objetivo de diluir la potencia de esta rebelión popular en los marcos institucionales, pero también el de limitar el alcance de las próximas elecciones constituyentes. Una parte de la izquierda se prestó a este juego (no es el caso del Partido Comunista de Chile). Todo esto se puso en marcha para restringir la representatividad de las fuerzas movilizadas y de les candidates independientes y para asegurar la hegemonía de los «grandes partidos». La derecha se aseguró una minoría con capacidad de veto en la Convención, que será elegida a mediados de abril, puesto que todo artículo deberá ser validado por la mayoría calificada de dos tercios de les constituyentes… Para poner realmente en cuestión al neoliberalismo heredero de Pinochet y al poder sin fisuras de las clases dominantes de Chile es necesario construir una relación de fuerzas de magnitudes considerables. Sobre todo en un contexto en el que los niveles de represión y violencia estatal fueron, y son, extremadamente altos. De todas formas, los horizontes emancipatorios permanecen abiertos: las feministas chilenas, por ejemplo, decidieron participar en este proceso proponiendo candidaturas para denunciar los límites de esta Convención Constitucional e insistir en la necesidad de continuar con la organización «por abajo», a través de asambleas territoriales. No es más que el comienzo de un largo camino.
En la actualidad, Venezuela, que fue la referencia cuando comenzaron estas experiencias de transformación social en América Latina, es considerada por la derecha neoliberal como el peor de los monstruos. El fracaso estratégico de la derecha insurreccional dirigida por Juan Guaidó es evidente. ¿Podemos esperar, con la alternancia en Washington, una reducción o el levantamiento completo de las sanciones que estrangulan al país? Esta parece ser una condición indispensable para cualquier salida de la crisis.
Es el drama venezolano. El país vive hoy un impasse y una crisis terribles. En primer lugar, efectivamente la estrategia de bloqueo imperialista (e ilegal) elegida por Estados Unidos es un fracaso y el autoproclamado «presidente interino» Juan Guaidó condujo a la oposición a un naufragio. Los sectores de la «derecha insurreccional» alentada por Trump fracasaron: Nicolás Maduro, en gran medida a causa del apoyo de las fuerzas armadas y del control ajustado del aparato de Estado, es bastante más resistente de lo que sus cálculos habían previsto. Al mismo tiempo, esta crisis venezolana hundió las perspectivas, la legitimidad y las intenciones de la izquierda latinoamericana, especialmente la que todavía se niega a abrir los ojos. La crisis evidentemente obedece a causas externas y geopolíticas centrales: la agresión estadounidense y la estrategia de boicot económico adoptada por Washington. Pero también se acentuaron con fuerza ciertas tendencias claramente autoritarias, bonapartistas y regresivas del madurismo: el enriquecimiento mediante la corrupción de las nuevas clases dirigentes, que condujo a la emergencia de una «boliburguesía» que saca cientos de millones de dólares del país cada año, el rol de las fuerzas policiales en la vigilancia de los barrios populares y la criminalización de las disidencias. Además de las prácticas de extractivismo masivo y de las concesiones mineras en las orillas del Orinoco, el gobierno desplegó durante los últimos meses una verdadera política de ajuste neoliberal y de privatizaciones, lo cual es una paradoja para alguien que dice reivindicar la «revolución bolivariana». La «ley antibloqueo» de octubre de 2020, destinada a atraer inversiones extranjeras, es también una legislación «supraconstitucional» que abre al país todavía más a los capitales privados (especialmente chinos, iraníes y rusos) y a la desregulación y privatización de los bienes comunes que están bajo control público. Esta tendencia podría consolidarse con el anuncio reciente de la creación de nuevas «zonas económicas especiales», lo que no es más que una manera de reconocer la incuria generalizada en la gestión de muchas grandes empresas públicas, PDVSA entre ellas. No se puede pensar alternativas al neoliberalismo en América Latina si nos contentamos simplemente con denunciar los odiosos dictados de Washington y cerramos los ojos frente a la situación interna y al drama que vive el pueblo venezolano.
La crisis venezolana ha dado lugar a un éxodo masivo. La pobreza, la desigualdad y la frecuencia de las catástrofes naturales vinculadas al cambio climático dieron lugar a un amplio movimiento migratorio que persigue el «sueño estadounidense». ¿Se acelerarán estos movimientos?
Desafortunadamente, todo indica que sí. Los estudios recientes de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de la ONU dan cuenta del desastre humanitario y de una aceleración de los movimientos migratorios. En diez años, se duplicó el número de inmigrantes en la región. Cuando comenzó la crisis venezolana, alrededor de cinco millones de personas abandonaron el país, ¡la migración intralatinoamericana más grande de la historia! Más de 40 millones de personas en el continente viven hoy lejos de su país, con un número impresionante de gente que se desplaza desde América Central hacia los Estados Unidos. Estos inmigrantes son víctimas de múltiples violencias y quedan a merced de redes criminales en muchos casos vinculadas a la prostitución y al narcotráfico. Las mujeres y los niños están el corazón de la tormenta. La crisis climática, cuyos efectos se hacen sentir con dureza en América Latina, amplificará estos fenómenos en el futuro. Y esto es hace entrar en escena nuevamente la responsabilidad de los países del Norte.
En la ecuación de lo que usted diagnostica como el «agotamiento» de estas experiencias alternativas, ¿cómo se distribuye el peso que tienen las injerencias externas y el que tienen los factores políticos internos?
Es uno de los grandes debates que atraviesa la izquierda latinoamericana después de casi una década. ¿Dónde poner el cursor? Hay que pensar de manera dialéctica y en distintas escalas, lo cual no es ninguna novedad, pero una cierta pregnancia de la lente «geopolítica» tiende a aplastar el resto en los análisis que hacen ciertos intelectuales o militantes. Hubo un reflujo, es decir, una crisis de los gobiernos progresistas, aun si no se trata de un «fin de ciclo». En este momento asistimos a un rebote notable (Bolivia, Argentina, México, a los cuales tal vez se sumen Ecuador y Brasil). Sin embargo, decidimos hablar del fin de una «época dorada», que combinó rentas elevadas, crecimiento económico, disminución de la pobreza, articulación entre movimientos y gobiernos, nuevas integraciones regionales y cooperación Sur-Sur, repliegue de la influencia estadounidense, etc. Cierta gente responsabiliza unilateralmente por el retroceso y los reveses al imperialismo y a la política extranjera de los Estados Unidos, adoptando así una perspectiva «campista». Otros –yo entre ellos– estiman que se trata de un diagnóstico reduccionista y le prestan atención a las contradicciones internas y a los impasses: pérdida del vínculo con los movimientos populares, burocratización o emergencia de nuevas castas, autoritarismo, neoextractivismo desenfrenado, etc. La «izquierda», que quería cambiar el equilibrio de poder, quedó atrapada en la verticalidad de la máquina estatal y también en el capitalismo de Estado, que succionó a una parte de la fuerza viva de los movimientos sociales. También debe decirse algo sobre el problema de la corrupción masiva, que causó muchos males. Son muchos los elementos que contribuyeron a tensar las relaciones entre los líderes políticos y aquellos sectores que los llevaron al poder: las clases populares movilizadas, los movimientos indígenas y campesinos, los sindicatos de trabajadores, las feministas y los intelectuales críticos, los ecologistas, etc. En los casos más extremos, estas tensiones se tradujeron como fenómenos de represión estatal abierta, como en el caso de la Nicaragua de Daniel Ortega. En otros simplemente generaron un estancamiento relativo del consenso socialdemócrata, como en el caso del Frente Amplio de Uruguay. Entre los dos, hay miles de matices y grises.
Bajo el gobierno de Donald Trump, e incluso antes, con Barack Obama, los Estados Unidos se comprometieron en una relativa desinversión en Medio Oriente y movieron algunas fichas en América Latina, a la que consideran su «patio trasero». ¿Cuáles fueron las consecuencias políticas de este movimiento en el continente?
Es verdad que hubo, por parte de Washington, una voluntad de revalorar el terreno latinoamericano para intentar contrarrestar la competencia china y reactivar la doctrina Monroe. La política que el gobierno de Biden despliega en este terreno debe ser leída a la luz de esta guerra económica sin cuartel contra Beijing. Los golpes de Estado «institucionales», que comenzaron en 2009 y en 2012 en Honduras y en Paraguay, fueron en última instancia legitimados por Estados Unidos. También existe una agresión sin tregua contra Venezuela (y Bolivia) que tiene consecuencias criminales sobre la población, para no decir nada del sostenimiento infame del bloqueo contra Cuba. Es necesario analizar la permanencia de una densa red de bases militares en toda la región, el rol de la OEA (por ejemplo, en la destitución de Evo Morales), e incluso el despliegue de la cuarta flota. Pero, a riesgo de ser demasiado insistente, repito que todo esto no agota las contradicciones estratégicas de los progresismos. La herida que abrió la crisis del proceso bolivariano debe analizarse en este sentido.
Usted evoca la competencia feroz que opone a Pekín y Washington en América Latina. ¿China está repitiendo la misma estrategia que desplegó en otras regiones del Sur global, como por ejemplo, en África?
Sí, es una estrategia similar, aunque enfrenta desafíos geopolíticos todavía más «pesados» que en el caso de África, puesto que China está disputando con Estados Unidos oportunidades económicas y geoestratégicas en lo que históricamente este último país consideró como su «patio trasero»: se trata de competir con el gigante norteamericano en su propio terreno. Pekín superó a la UE y se convirtió en el segundo socio comercial del subcontinente. Además, es el principal socio comercial del gigante brasileño y de Chile, y se posiciona en segundo lugar en lo que respecta al volumen de transacciones de México que, no obstante, sigue vinculado a Estados Unidos mediante un tratado de libre comercio. Todo esto es muy significativo. Xi Jin Ping proyecta un crecimiento de las inversiones en América Latina equivalente a 250 000 millones de dólares para 2025: el movimiento se aceleró a un ritmo vertiginoso. Más allá de las inversiones, lo que quiere China son las materias primas, aunque también le interesa el control de empresas clave y de mercados en el suelo latinoamericano, y en general sobre todo el continente, incluido Estados Unidos. En este terreno, independientemente de los adornos discursivos, las prácticas que despliega el Imperio medio remiten más a una hegemonía y asimetría agresivas que a la «solidaridad Sur-Sur». La diferencia con los Estados Unidos, en esta etapa, es que los chinos no implantan bases militares en la región.
Con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, ¿podemos esperar una inflexión en las políticas estadounidenses para América Latina?
Es cierto que la derrota de Trump implica un revés para las declinaciones más exageradas de la derecha y de la extrema derecha de América, que tienen a Bolsonaro a la cabeza. Dicho esto, no cabe tener ninguna expectativa en esta alternancia. No se trata de un juicio de valor: basta escuchar lo que dicen Joe Biden y sus secretario de Estado, Antony Blinken. Están decididos a recuperar su posición en América Latina frente a China recurriendo a métodos intervencionistas. Para ellos se trata de una cuestión geoestratégica central. Mantienen el bloqueo contra Caracas, en plena pandemia, con lo cual asfixian todavía más el sistema sanitario de ese país, y siguen reconociendo al golpista Juan Guaidó como representante legítimo de Venezuela, en la misma línea de Trump. En cuanto al embargo contra Cuba, al menos hasta ahora, no hubo ninguna flexibilización real. De hecho, más allá de los discursos con acentos multilateralistas de Biden, destinados a seducir a los aliados de la OTAN, los elementos fundamentales permanecen y la «doctrina Monroe 2.0» prevalece en toda América Latina: apoyo al Plan Colombia, política de agresión contra los gobiernos considerados hostiles, perspectivas hegemónicas sobre todo el continente, sostenimiento de un inmenso despliegue militar, reforzamiento del «soft power» y apoyo a ciertos organismos de la sociedad civil en nombre de la «democracia», etc.
En esta estrategia hegemónica de Washington, ¿se mantiene la importancia de Colombia?
Washington se apoya en gobiernos «amigos», es decir, Santiago de Chile, Bogotá y Brasilia, para incrementar su influencia en la región. Los Estados Unidos cultivan esta influencia a través de la OEA. Colombia, cuyo presidente Iván Duque firmó en 2016 los acuerdos de paz de La Habana con los exguerrilleros de las FARC, representa para Estados Unidos, en el plano militar, una plataforma estratégica fundamental para toda la región (no es el caso de Brasil, y esta es una diferencia notable). Colombia es un puente esencial y recibe a este título cientos de millones de dólares, tanto en el plano militar como en concepto de cooperación entre Estados o a través de oenegés. Cenáculos como el Grupo de Lima traducen de esta manera la voluntad de promover grupos de influencia que reúnen a los países alineados con Washington. Pero con la alternancia en México, el retorno de la izquierda en Bolivia, tal vez dentro de poco en Ecuador y eventualmente también en Brasil (con la vuelta de Lula a la escena política), estos cálculos parecen complicarse. El gobierno estadounidense contempla con cierto temor el posible retorno de estructuras de integración regional más autónomas (como la UNASUR o la CELAC), en el caso de que logre reactivarse un «eje progresista». Pero nada indica que esta nueva dinámica vaya a desencadenarse realmente y la crisis económica y la pandemia están causando estragos que cada país enfrenta a su manera.
La restauración neoliberal produjo en todas partes desastres económicos, recesiones y la explosión de un endeudamiento tóxico. ¿La eficacia económica es desde ahora un rasgo que le pertenece al campo progresista?
Si bien es necesario tener una mirada crítica a la hora de hacer el balance de las experiencias progresistas para pensar el futuro, es necesario decir también que la restauración neoliberal conservadora fue catastrófica. La derecha se muestra incapaz de crear las condiciones de posibilidad de cualquier estabilidad económica y se conforma con prácticas cada vez más autoritarias. Se trata de un fracaso en toda regla: tanto en los casos en los que llegó al poder mediante las urnas, como Mauricio Macri en Argentina o como Uruguay, en los casos en que tomó el poder mediante un golpe de Estado, como en Bolivia, o en los que aprovechó meses de desestabilización institucional y democrática, como en Brasil. Esto abre la puerta al retorno de los progresismos, que se presentan como una alternativa «deseable» o al menos posible para millones de personas. Y allí donde las derechas se mantienen en el poder (Chile o Colombia, por ejemplo), enfrentan grandes movilizaciones populares. Es un problema para las clases dominantes, sobre todo en un período de crisis profunda y de pandemia: las derechas no encarnan una alternativa creíble que le garantice estabilidad al capital. E incluso en los casos en los que sí lo hacen, es bajo la forma de una derecha extrema y fascistizante, como la de Jair Bolsonaro en Brasil. Sin embargo, la irrupción de progresismos «tardíos», como el caso López Obrador en México, o el retorno electoral de la centroizquierda en algunos países, no garantizan el retorno de un período de crecimiento y estabilidad: América Latina –como el resto del mundo– entró en un período de fuerte turbulencia, que combina una crisis económica gigantesca, la crisis sanitaria, la profundización de la crisis ecológica y una nueva polarización social, política e ideológica. Todo esto sobre el fondo de un ascenso alarmante de sectores reaccionarios, de los evangelistas y de las extremas derechas «alternativas», que movilizan a porciones cada vez más grandes de las capas populares. Tanto para las izquierdas emancipatorias como para los movimientos sociales, se juega aquí la cuestión de la democracia.
Entrevista por Rosa Moussaoui
Franck Gaudichaud es doctor en ciencias políticas y catedrático en estudios latinoamericanos en la universidad Toulouse 2 Jean Jaurès. Es miembro del consejo editorial de la revista ContreTemps (Paris) y colaborador de Jacobin América Latina.
Traducción: Valentín Huarte para Jacobin América Latina
Esta entrevista es la versión larga del texto publicado por L’Humanité el 12 de marzo de 2021.