Nucleares verdes, ¿y qué más?: Sobre las alternativas a la diversificación del modelo energético actual

El Estado español es, como la mayor parte de países europeos, altamente dependiente de la energía, que se encuentra en el exterior. La disponibilidad de energía propia es fundamentalmente de origen renovable, hidráulica, eólica y principalmente solar, y cuenta apenas con reservas pequeñas de carbón, de escasa calidad comparada con el que tienen otros países europeos. Entre sus potencialidades en la actual coyuntura, se encuentra con unas empresas de refino para adaptar los hidrocarburos al sistema de producción, si bien no contribuiría a una solución desde el punto de vista ambiental y energético a medio plazo.

El problema de nuestra economía, altamente intensiva en el uso de energía, no es solo su dependencia energética de fuentes foráneas. También lo es su insostenibilidad, a efectos del clima, y, la crisis energética que nos afecta.

El calentamiento global, una dinámica multifactorial, con el efecto invernadero hoy al frente

Los informes de expertos del IPPC de la ONU, de por sí muy moderados en sus predicciones, dado que dejan afuera todos los fenómenos de efecto exponencial, como son las emisiones de metano -un gas con un efecto invernadero ochenta veces superior al CO2- hasta ahora retenidas por el Permafrost y de otras zonas actualmente gélidas del planeta al derretirse, ya reflejan el enorme problema del calentamiento global, cuyos ritmos son más rápidos de lo augurado.

El efecto invernadero creado en la era industrial está comportando un fenómeno de evolución extraordinariamente rápida, en términos del tiempo geológico. En apenas dos siglos, el uso del carbón, el petróleo y el gas, la sociedad industrial ha emitido a la atmósfera una condensación de gases que no se conocía desde el Plioceno. La diferencia sustancial es que el cambio climático a causa de los modelos industriales insostenibles se realiza en un tiempo velocísimo para darle tiempo a la vida a adaptarse. Así, genera un proceso de impacto en la temperatura, en la disponibilidad de aguas dulces, y de fenómenos climáticos extremos, que se traducen en la reducción drástica en la biodiversidad, hasta el punto de que se constata que la dinámica de extinción de especies actual, la VI Gran extinción, es la más devastadora y rápida que ha conocido La Tierra desde el impacto de un meteorito hace 65 millones de años.

La temperatura de la tierra, y que se mantenga dentro de determinados umbrales, es un elemento clave para la presencia y disponibilidad de aguas dulces, la fertilidad de los suelos y, en definitiva, la habitabilidad de la biosfera. Lo que, en suma, afecta a los ecosistemas y a nuestra propia existencia (debe hacerse notar que la Fundación Biodiversidad apunta que el 40% de la economía depende de los servicios que los ecosistemas brindan). Y, a su vez, conviene destacar que dicha temperatura es el resultado de un complejo multifactorial de dinámicas.

La primera de ellas, la distancia al Sol y la evolución de nuestra estrella. El Sol, una estrella de tamaño medio, consume su combustible, el hidrógeno, convirtiéndolo en helio a lo largo de miles de millones de años. La tendencia es que incremente la emisión de calor. En las edades tempranas de La Tierra el calor que llegaba a La Tierra, estabilizada en su órbita hace mucho tiempo, era muy inferior. En el Plioceno, cuando se daba una concentración de partículas de CO2 comparable a la de hoy, el Sol emitía un 25% menos de calor. Ahora, el efecto invernadero de la atmósfera de entonces, entre hace 5,3 y 2,5 millones de años, no solo contribuía a mantener unas temperaturas dentro de determinados umbrales[1], o a filtrar determinada radiación ultravioleta, sino que compensaba ese calor inferior, reteniéndolo, haciendo del clima terráqueo más templado. En su momento ese efecto invernadero contribuía positivamente a conservar una temperatura adecuada para la vida. Sin embargo, hoy con un 25% más de calor del Sol, tenemos el mismo efecto invernadero que en aquella época, lo que implica que nuestro clima se torna excesiva y peligrosamente cálido.

El segundo factor refiere al eje gravitatorio del planeta que da pie a que la luz llegue en un ángulo y forma que influye en la intensidad del calor que nos llega de nuestra estrella. En el último periodo largo de La Tierra, el eje gravitatorio, menos estable que en la época de los dinosaurios, se modifica periódicamente, dando pie a largos periodos glaciares de unos 100.000 años y otros templados de unos 10.000. Hasta antes de la Revolución Industrial estábamos en un periodo cálido y benigno en términos geológicos, el Holoceno.

Este periodo finalizó con el avance de la sociedad industrial, y el desarrollo del Capitaloceno[2] –mejor que Antropoceno, que atribuye genéricamente a la especie humana como causa, y no a sus relaciones de producción y modelo energético-, basada en la acumulación y las energías fósiles, hacen que una especie[3], la humana, con su modo de producción, altere la atmósfera y el clima. En este sentido, asistimos a una época geológica singular, cuyo carácter está determinado por un determinado modelo de producción y de consumo, del que son responsable menos del 10% de la población humana más rica, una parte de sectores -industriales, agrícolas, ganaderas, extractivistas, de movilidad, etcétera- y empresas, y de un reducido grupo de países y territorios (EEUU, UE, China, Rusia e India), beneficiarios del mismo.

Mención aparte, pero no menor, comporta el papel de amortiguación, acumulación y distribución del calor que realizan los océanos, y dentro de ellos, las corrientes termohalinas, que se ven alteradas en función de la acidificación del agua. El deshielo de los polos o de Groenlandia, al verter agua “dulce” sobre los océanos, incide claramente en esas corrientes, pudiendo alterar regionalmente el clima de manera importante.

En cualquier caso, otro problema acuciante es el encarecimiento y reducción de disponibilidad y accesibilidad barata a fuentes de energías con alta densidad energética, como son las energías fósiles, también responsables fundamentales de la emisión de gases de efecto invernadero. Es lo que viene a denominarse, la crisis energética. Esta, constatable con las tasas de retorno energético decrecientes, efectivamente, se viene presentando desde hace unas décadas. Está causando un problema de abastecimiento y encarecimiento, que se agrava con otras consecuencias como son la competencia económica internacional y geopolítica, que se traduce en conflictos como el que se sufre en Ucrania, o el que se viene dando recurrentemente en Oriente Medio.

Ya nadie objeta de la necesidad de diversificar la energía, ¿pero hacía cuál, hacía qué combinación de mix energético? ¿Cómo concebirlo en aras de emprender la transición energética y productiva para un modelo económico sostenible?

La diversificación de la energía ante la crisis del gas y del petróleo

La crisis del petróleo, tras haber superado el peak-oil en 2006, se le fue dando una contestación al recurrir al fracking, basado en formas de petróleo de mala calidad, con una localización dispersa, que se obtenían mediante fractura hidráulica a un alto coste económico y medioambiental, cuyo recorrido rentable se agotó recientemente. Desde hace unos años las empresas petrolíferas han dejado de invertir en nuevas infraestructuras de extracción, reduciendo la capacidad de obtención de crudo. En todo ese periodo anterior, el gas, especialmente las centrales de ciclo combinado, parecía la apuesta principal. Sin embargo, Rusia y Argelia se han topado recientemente con los picos de extracción de sus yacimientos, aparte de los problemas de suministro que comportan los gaseoductos que atravesaban territorios de diferentes órbitas geopolíticas y competidores económicos internacionales. La crisis de Ucrania responde a este problema, entre otros factores.

A la carrera, con centro Europa sin abastecimiento desde Rusia, tras la interrupción y sabotajes al gaseoducto Nord Stream, todas las miradas se dirigen a Argelia, o a Francia. El gas y la energía nuclear han sido declaradas, incomprensiblemente, en un auténtico ejercicio de cinismo, como energías verdes por la Unión Europea. El gas natural es responsable, aunque sea en una proporción menor que el petróleo, del efecto invernadero, y tiene aún un par de décadas en muchos yacimientos de recorrido de extracción accesible, en ausencia de conflictos bélicos. Ahora mismo, Europa está recibiendo más gas desde Estados Unidos, Arabia Saudí y Australia, pero de manera mucho más cara, al tener que venir licuado y en barcos, y requerir operaciones caras de regasificación.

En todo este debate, se está recuperando la idea de que la energía nuclear es una alternativa. ¿Hasta qué punto es razonable esa reconsideración?

La energía nuclear

La energía nuclear emite muy poco gas de efecto invernadero. Sus costes de funcionamiento son bajos y su producción es estable e ininterrumpida, lo que le hace una de las más beneficiarias por el sistema de precios marginalista.

Ni que decir tiene que las centrales modernas han resuelto muchos problemas de seguridad, desde la catástrofe de Chernóbil, y de gestión de residuos.

Ahora bien, todavía reúnen un conjunto de problemas, algunos de carácter tan grave, que las hace totalmente desaconsejables a largo plazo. Veamos:

• Los costes de inversión inicial son elevadísimos. Esto ha hecho que durante años las empresas hayan renunciado a construir nuevas centrales, tanto en el caso español como en la mayor parte de países industriales occidentales. En la actualidad hay cinco centrales en España con siete reactores.

• Las centrales nucleares en España, y en particular la de Garoña, en Burgos, tienen un sistema de seguridad comparable a la que tenía la central de Fukushima, que todavía hoy día sigue vertiendo aguas radiactivas a gran escala al Pacífico y tendrá efectos irreversibles a muy largo plazo en aquel océano y la pesca internacional. En Francia, con 52 reactores, más de 30 están paralizados fruto de problemas con la corrosión y la escasez de agua para la refrigeración, enfrentándose dicho país a un problema grave al ser esta su principal fuente de energía, en un 77%.

• A escala geológica, la localización de cualquier central nuclear no está exenta de riesgos. En el caso de Fukushima su desastre se originó en un maremoto. Pero, aunque a los ojos del tiempo de un ser humano, el suelo parezca estable, estamos hablando de fenómenos que, aunque tengan un riesgo bajo en el breve plazo, son peligro seguro en el largo, como son los terremotos, sin hablar de otros fenómenos naturales.

• Lo mismo sucede con la gestión de los residuos radioactivos. Su duración y peligrosidad permanece por decenas de miles de años. ¿Quién internaliza ese coste en el muy largo plazo? Nadie lo prevé. ¿Los cementerios nucleares, como es el caso del situado en El Cabril, Hornachuelos, en la provincia de Córdoba, están exentos de los problemas geológicos de unas placas tectónicas que no dejan de moverse? De ninguna manera. ¿Los silos de hormigón son suficientes? No parece, no en el largo plazo. ¿Hay algún material para los bidones que no se doblen, deformen o erosionen pasados miles de años? No se conoce material alguno así, y el acero también está afectado por estas consecuencias por el paso del tiempo.

• Es más, las centrales nucleares operan con fuentes materiales que también son finitas. El uranio es también finito, y su escasez y localización delimitada son conocidas. Además, su extracción es conflictiva en términos geoestratégicos. Las principales reservas se encuentran en Australia, Kazajistán y Rusia.

El futuro pasa por una diversificación, centrada en las renovables, los sistemas distribuidos y la selección de uso de la energía en términos más sobrios

Las alternativas a este marco no son ni el gas, ni la energía nuclear. Pero es cierto que la tasa de retorno energético de las renovables es notablemente inferior (un 20%) al petróleo, y exige unas infraestructuras altamente dependientes de energías fósiles para su fabricación.

Debemos establecer un rumbo de transición energética y productiva, que exigirá revisar nuestro modelo de relaciones de producción y cuestionar muchos privilegios de una minoría, con una diversificación y transición gradual e intensa, que puede durar varios decenios. Lo cual nos plantea un dramático problema: urge realizar la transición a un nuevo modelo energético y, a su vez, ello requiere no sólo un gran esfuerzo inversor y la drástica minimización del empleo de energías sucias por otras, sino también un periodo de tiempo del que cada día disponemos menos para poder realizar la ingente labor que conlleva. Los pasos a dar podrían ser:

No construir ninguna central nuclear más. Las que permanecen deben irse cerrando en los próximos años, y su contribución debe limitarse, mientras se clausuran, a completar y estabilizar el mix energético. Prever fondos para el desmantelamiento y gestión de los residuos radioactivos a muy largo plazo.

– Solo emplear fuentes fósiles para el despliegue de una primera generación básica de infraestructuras para las renovables. Debe tomarse en cuenta que, en cuarenta y cincuenta años, la segunda generación ya no podrá emplear fuentes fósiles, salvo marginal y muy selectivamente.

– Promocionar el autoconsumo solar, instalando en todos los techos de edificios, ampliando los huertos solares y parques eólicos en territorios de menor impacto en la producción alimentaria, en la población local y en la biodiversidad, con un debate democrático sobre dicha selección y localización, conjugado con la ecoficiencia, la cercanía a centros de residencia y de producción, y con modelos distribuidos. Desarrollo de centrales termosolares, incluyendo acuerdos con países africanos del Sahara, de infraestructuras para la geomotriz, la recogida y preparación de biomasa y otras fuentes renovables.

– Desarrollar la electrificación en las ciudades y en los sistemas de movilidad colectivos, estudiando si es necesario utilizar alternativas al cobre, material que actualmente es básico en las tecnologías eléctricas convencionales y que es escaso, como el aluminio, menos conductor pero viable y más abundante.

– Aplicar una política de contención, reconversión y sobriedad, de selección de usos de la energía para fines productivos y tipos y prácticas de consumo y movilidad, que se base en el establecimiento de prioridades sociales democráticamente acordadas, sobre aspectos ligados a la alimentación, la movilidad y los servicios públicos esenciales.

Ni que decir tiene que el modelo energético no puede estar regido por formas de mercado y sistemas de precios marginalistas. Debe contarse con un sistema de extracción, producción y suministro público, por su carácter estratégico, que adopte un formato diversificado, adaptado a cada localización y que tenga un carácter cooperativo y comunitario. Lo que implica la planificación democrática en todos los ámbitos y niveles, con amplia participación popular en las decisiones.

Daniel Albarracín Sánchez. Consejero de la Cámara de Cuentas de Andalucía. Sociólogo y economista. Miembro de Anticapitalistas y del Consejo Asesor de viento sur.

10/2022

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