
La nueva república instaurada por la revolución de abril se cimentó en tres realidades. Ahora se ha agotado. Por lo tanto, no estamos viviendo un nuevo ciclo electoral, por definición pasajero, sino la instauración de un nuevo régimen.
El PS quedó por detrás de la extrema derecha. El Bloque y el PCP sufrieron sus peores derrotas electorales. Nadie en el centro ni en la izquierda determina la política, y la consecuencia inmediata de estos desastres ha sido la confusión y el miedo. Por eso, y como era de esperar, se ha instalado una cacofonía de ajustes de cuentas: editoriales sangrientos anuncian la extinción de la izquierda y comisionistas efusivos celebran la victoria, mientras que la oposición no se pone de acuerdo sobre qué hacer, como lo demuestra la multiplicación de supuestos minicandidatos a las presidenciales, empezando por los del PS, en el que se perfilan tres que son cero. Contra este caos, vengo a presentar dos tesis: la de que el régimen ya ha cambiado y la de que, en consecuencia, la alternativa no es (solo) resistir.
El régimen cincuentenario ha terminado
La nueva república instaurada por la revolución de abril se basó en tres realidades: los efectos reales de ese momento inaugural, la reconfiguración fijada por el 25 de noviembre y un sistema de alternancia entre dos partidos dominantes. Estos pilares dieron lugar al compromiso consagrado en la Constitución de 1976, y el modelo se adaptó durante los cincuenta años siguientes. Ahora se ha agotado. Por lo tanto, no estamos viviendo un nuevo ciclo electoral, por definición pasajero, sino la instauración de un nuevo régimen.
La desintegración del compromiso anterior responde a un cambio estructural en la relación de fuerzas. Esta es el resultado de la imposición, por parte de los sectores dominantes de las finanzas, de una triple garantía: en primer lugar, corregir el estancamiento de la acumulación de capital en las últimas décadas mediante la reducción histórica de los salarios (y, por ende, la precarización del trabajo cualificado y el fomento de la inmigración indocumentada); en segundo lugar, garantizar las rentas respaldadas por el poder político, de la que depende la fortuna de los oligarcas; y, en tercer lugar, blindar la extravagante desigualdad, matriz de este régimen, mediante la intensidad de la sumisión social. Este es el combustible de la corriente de fondo que lleva al liberalismo económico a optar por el autoritarismo. El giro hacia el fascismo de millonarios y operadores políticos es su expresión, por lo que Trump no es una anécdota, es el rey del mundo. El nuevo régimen no es un gusano ocasional, es el fruto designado; no es una casualidad, es el triunfo de un nuevo sistema de poder en el que la extrema derecha se convierte en el vector del gobierno.
Ahora bien, sorprendentemente, lo que predomina en la izquierda es la negación de la evidencia de esta mutación. La izquierda está desarmada por no querer ver al enemigo. Se multiplican las explicaciones contextualizadoras (que hay un resentimiento social por la inconsistencia de las políticas públicas) que conducen a excusas fáciles (los inocentes no se fascistizan) y a conclusiones débiles (bastaría con corregir esas raíces materiales de la frustración) y, sobre todo, ineficaces, ya que suplican a quienes cavaron la crisis de confianza que hagan lo contrario de lo que determinan. Ahora bien, la crisis social no es el resultado de errores; al contrario, es el resultado del éxito del mercado, y el mercado es insaciable. Por eso, ningún gobierno de este régimen brutalista corregirá el colapso de la sanidad o la vivienda, sino que se empeñará en desmantelar el Servicio Nacional de Salud y subir los precios de la vivienda, dos de las condiciones para la acumulación de rentas oligárquicas.
Crear pueblo
En los escombros del antiguo régimen aún brillan algunas pepitas, como las de los derechos constitucionales que dificultaron el recorte de las pensiones en la troika (aunque no impidieron la bazuca del mercado en la vivienda o la corrosión de la democracia). En ellas se puede apoyar una resistencia frentista que no renuncie a ningún terreno de lucha donde pueda reunir al pueblo. Sin embargo, no hay que hacerse ilusiones: esperar una mano salvadora procedente de las glorias del pasado, o mirar atrás como en la leyenda de la mujer de Lot (la Biblia ignora su nombre), solo nos convertirá en estatuas de sal.
De esta inquietud surgen las respuestas evasivas que se nos presentan en el caos actual y que merecen atención. Una es la renuncia: la muerte de la alternancia ha dado paso a la cínica «teoría de los tres cuerpos», que apela a que la izquierda apoye al PSD para que este se mantenga puro, sin darse cuenta de que ese barco ya ha zarpado y que el único cuerpo político que se beneficiaría del vacío de la izquierda sería Chega. Otra es la adaptación a través de partidos Zelig que, como en la película de Woody Allen, dicen a cada persona lo que le gusta oír, esperando que la banalidad sea un dique contra los malos espíritus. La tercera es renunciar a los derechos de las mujeres o del colectivo LGBT porque excitan a los enemigos y hay que apaciguarlos aceptando la dosis justa de machismo. La cuarta, aún más peligrosa, es aullar con los lobos, deshumanizando a los inmigrantes o apoyando el exterminio armamentista, huyendo así de cualquier arista en la que la oposición sea la exigencia de la decencia. Con estas opciones, la izquierda moriría, y todas ellas están a su disposición.
La alternativa depende, creo, de un nuevo comienzo en dos audacias para crear pueblo. La respiración, primero: solo habrá izquierda viable fuera de las redes Zuckerberg-Musk, donde se puede dinamitar a los adversarios —el encarnizamiento reaccionario contra Mariana Mortagua [diputada del Bloco de Esqueda] es un caso de estudio: una mujer joven es lapidada por dirigirse a una fuerza de izquierda— y trivializar la cultura de la ilusión, deificando la meritocracia o la superioridad racial. No se puede vencer este poder algorítmico de la burbuja y el fascismo emocional en su propio terreno. Y si quedan algunos guerrilleros detrás de las líneas enemigas, solo habrá izquierda popular si vive en modos de comunicación libres. Es necesario crear un nuevo espacio público, sin la toxicidad que nos degrada. Solo huyendo de la cloaca se reconocerá el pueblo en sus comunidades.
Y la política, después: si el nuevo régimen se define por la desigualdad de clase de la acumulación de capital, apoyada en las rentas y en el terror al empobrecimiento, es ahí donde hay que definir la lucha. No serán las promesas de parches del viejo régimen las que movilizarán a quienes sufren la espera de las consultas hospitalarias o a quienes saben que solo tendrán una casa si muere un familiar. Les faltaría credibilidad y, lo que es peor, renunciarían al futuro. Por eso, unirse solo para resistir sería aceptar la derrota paso a paso, el destino de la mujer de Lot. Sería renunciar a una esperanza que se levanta. En cambio, cuando los congresos unitarios por alternativas declaren su oposición a este nuevo régimen y enuncien caminos constituyentes de una política social transformadora, viable y coherente, el movimiento hablará con una voz fuerte y tendremos el inicio de la ofensiva de la izquierda para derribar esta nueva prisión. Es en los momentos de oscuridad cuando más se necesita la luz.
Francisco Louça es miembro fundador del Bloco de Esquerda
23 de june 2025