La mayoría de la izquierda socialista optó por la abstención para el segundo turno electoral de este domingo en Argentina, con el argumento de que Javier Milei no es expresión de un movimiento fascista. Pero esa no es razón suficiente para eludir la tarea de enfrentar a la ultraderecha.
Argentina está viviendo días de una tensión política extrema. No hay lugar de trabajo, familia o grupo de amigos donde no haya debate y preocupación. La angustia y la ansiedad se perciben en la atmósfera callejera. Mientras tanto, la izquierda marxista está atravesada por una polémica que oculta su propia «crisis de representación»: el votante de izquierda está en shock porque la mayoría de los partidos trotskistas, agrupados en el Frente de Izquierda – Unidad (FITU), decidió ser neutral en el segundo turno que podría llevar a la extrema derecha a la cabeza de las instituciones del Estado.
La gente de a pie, en cambio, parece comprender bien lo que está en juego. Y se puso en acción para intentar evitar la catastrofe. Ya en el primer turno del 22 de octubre vimos una reacción defensiva de la clase trabajadora, que tuvo su expresión en la recuperación del peronismo y el estancamiento de Milei. Ahora se puso en movimiento una reacción militante de la sociedad civil: personas subiendo al transporte público para explicar el peligro que representa Milei, carteles escritos a mano pegados por las paredes, mesas improvisadas en las calles, pequeñas concentraciones y manifestaciones en diferentes barrios.
Asistimos desde hace unos días a un intenso movimiento de masas, mayoritariamente espontáneo y micropolítico. Una campaña electoral popular improvisada. Sin embargo, la mayoría de la izquierda marxista se mantiene ajena a esta movilización, y se expresa equidistante en el gran combate político en curso. El centro del argumento del FITU es que Milei no es un fascista. Analicemos la cuestión.
La extrema derecha y el fascismo: una problemática global
El debate sobre el fascismo volvió a colocarse en el centro de las polémicas internacionales como consecuencia del crecimiento de la extrema derecha en todo el mundo. El caso de Milei en la Argentina no fue la excepción.
Sin embargo, la discusión en torno al fascismo por momentos parece entorpecer el análisis de la extrema derecha contemporánea. Es fácil observar, por un lado, una inflación indiscriminada en el uso del término. Parece haber cierta pereza intelectual entre quienes no pueden ver en la extrema derecha actual más que la simple repetición de un fenómeno político que debe demasiado a peculiaridades excepcionales de la entreguerra: la descomposición del monopolio estatal de la violencia, la brutalización de las sociedades como consecuencia de la guerra, la depresión económica, la crisis de la democracia liberal, la amenaza revolucionaria proveniente de la clase trabajadora.
Muchos aspectos del fascismo clásico no se repiten en ningún movimiento actual: Estados totalitarios-corporativos, partidos de masas como el NSDAP alemán, grupos paramilitares como las camisas negras italianas o las SA alemanas. Estas diferencias son evidentes, y ningún analista serio propone una transposición mecánica de este tipo. De allí los nuevos términos que intentan captar similitudes y diferencias con la entreguerras: neofascismo, posfacismo, derecha radical, etc.
Sin embargo, hay un error opuesto que consiste en remitir a las diferencias con el fascismo de entreguerras para rechazar cualquier comparación y cualquier vigencia de este fenómeno político. Este error simétrico comparte con la posición anterior la idea subyacente de que el análisis del fascismo clásico solo tiene utilidad en caso de una simple repetición. En mi opinión, siendo que el período de entreguerras proporcionó un precedente único de movimientos de masas reaccionarios que actuaron tanto dentro como fuera de las instituciones constitucionales, y dado que contamos con una gran cantidad de estudios teóricos y lecciones estratégicas sobre este tema, «lo perezoso», como escribió Ugo Palheta, «es privarse de este estudio comparativo».
Pero más importante aun es ver este asunto desde el punto de vista de su consecuencia práctica y estratégica: si nos atenemos al fascismo de los años 1930 como parámetro para medir una amenaza a los derechos democráticos, estamos poniendo el listón demasiado alto y, por lo tanto, desarmando a la izquierda para enfrentar las amenazas reales y actuales a las libertades democráticas.
¿Qué fue el fascismo?
El fascismo clásico consistió en un tipo particular de reacción autoritaria. En un texto anterior afirmamos que «se diferencia de otros movimientos reaccionarios o autoritarios en que se inviste del ropaje de la rebelión (contra los políticos, las finanzas, las elites, etc.), y esto le permite capitalizar frustraciones sociales de distinto tipo (con la economía, con las normas culturales represivas)». El fascismo tenía la capacidad de reunir una política reaccionaria con un movimiento de masas. Dio lugar, de esta forma, a una «contrarrevolución desde abajo» que consistió en último término en impulsar un choque físico entre un sector y otro de la población, en momentos donde la autoridad y la capacidad represiva del Estado estaban notablemente debilitadas. El fascismo —afirmó Hannah Arendt— fue «la alianza temporal de la turba y la élite».
Esta diferencia con otros movimientos autoritarios fue percibida por los más lúcidos analistas marxistas contemporáneos al fascismo histórico. Togliatti lo definió como un «régimen reaccionario de masas» al observar la gran movilización de masas que acompaña su ascenso y que asume la forma de una «rebelión plebeya» contra las «élites». Trotsky escribió que «en la época de la decadencia de la sociedad burguesa, la burguesía necesita […] una forma “plebeya” de resolver sus problemas».
De hecho, el fascismo se consideraba a sí mismo como una «revolución contra la revolución»: una «movilización total de la sociedad», sobre todo de la pequeña burguesía empobrecida por la crisis económica, para evitar la movilización revolucionaria de la clase obrera. Por estas peculiaridades, el fascismo se diferencia de otros movimientos autoritarios, como las dictaduras militares.
Una segunda característica muy distintiva del fascismo, y que ha sido crecientemente objeto de estudio durante las últimas décadas, es la enorme autonomía política y estatal que fue capaz de desplegar. La teoría que consideraba al fascismo como un instrumento del gran capital contra la revolución obrera, que fue la doctrina oficial de la Internacional Comunista estalinizada, ha sido objeto de rechazo por casi toda la literatura académica posterior. Pero podríamos decir que también fue parcialmente rechazada por los escritos de los marxistas más lúcidos de entreguerras, que ya identificaban a la autonomía política como un factor central: Guerin, Trotsky, Gramsci, Togliatti, Bauer, Tasca, Rosenberg. Decía Trotsky:
La burguesía decadente es incapaz de mantenerse en el poder con los métodos y medios creados por ella misma (el Estado parlamentario) (…) Pero a la burguesía establecida no le gusta tampoco la forma fascista de resolver sus problemas, pues los choques y disturbios, aunque en interés de la sociedad burguesa, también implican riesgos para ella. Este es el origen del antagonismo entre el fascismo y los partidos tradicionales de la burguesía.
No obstante, a pesar de las agudeza de los análisis e intuiciones, ninguno logró eludir por completo la concepción instrumental. Esto es consecuencia, en última instancia, de que la concepción instrumental del Estado fue largamente hegemónica en el marxismo. Recién en los años 1970 hubo un debate teórico que hizo avanzar significativamente la teoría marxista del Estado y permitió romper con las rudimentarias concepciones instrumentalistas. Uno de los objetos de estudio predilecto para probar la autonomía del Estado capitalista fue precisamente el fascismo.
Nicos Poulantzas, uno de los protagonistas de esta renovación de la teoría del Estado, se dedicó en su obra Fascismo y dictadura a examinar la postura de la III Internacional frente al fascismo. En este análisis, cuestionó tanto la perspectiva instrumentalista y economicista como la política ultraizquierdista que se derivaba de dicha concepción. Es decir, la política denominada «tercer periodo» o de «clase contra clase» que consistió en poner un signo igual entre reformistas y fascistas y rechazar alianzas defensivas contra el fascismo. Poulantzas destacó la autonomía política de los movimentos fascistas mostrando sus contradicciones con el «capital monopolista» del que supuestamente era su instrumento.
Ernesto Laclau, participando del mismo debate sobre la teoría del Estado, en su muy buen trabajo “Fascismo e ideología”, profundizó en la misma dirección. Relativizando el argumento típico del financiamiento de los capitalistas a las bandas fascistas que supuestamente probaría que estas eran «la fórmula preferida por el gran capital», escribe:
El capital monopolista mantuvo políticas alternativas hasta el último momento: en Alemania la conjunción operada por la intermediación de Schacht tuvo lugar tardíamente, cuando el nazismo había llegado a constituirse por sus propios medios en alternativa de poder, y en Italia los sectores industriales pensaron, hasta la víspera misma de la marcha sobre Roma, en una solución política a través de Orlando, Giolitti o, especialmente Salandra, en la que los fascistas ocupaban tan sólo un lugar subordinado.
Contrario a lo que sugiere la teoría convencional, entre el fascismo y las clases dominantes no hubo una relación instrumental sino un proceso de adaptación y limitación mutua. La burguesía siempre prefiere, en primer lugar, alguna forma de régimen pluralista, típicamente una república parlamentaria, donde puede ejercer una influencia decisiva en el sistema político sin depender del liderazgo personal de un caudillo ni asumir riesgos excesivos. No obstante, en situaciones críticas, el gran capital tiende a adaptarse y sacar provecho de los beneficios que puede ofrecer un régimen de excepción autoritario, al mismo tiempo que busca controlar sus excesos y evitar riesgos innecesarios.
Por último, es importante destacar un tercer punto. El fascismo nunca fue implementado de forma abrupta sino que fue el resultado de un proceso y una dinámica política que se desarrollaron a lo largo de un período considerable. Es decir, la implementación del fascismo siempre implica un proceso de fascistización que atraviesa necesariamente mediaciones, transiciones, saltos y rupturas. El fascismo no se adopta de un día para el otro porque no es un botón que la burguesía aprieta en situaciones de crisis, como parece creer la teoría instrumentalista. El fascismo no fue un instrumento ni un epifenómeno de las necesidades del capital, sino el producto de un proceso complejo y autónomo, donde confluyeron cuestiones ideológicas, dinámicas políticas e incluso accidentes inesperados.
Esta dimensión procesual también permite tener presente la diferencia entre una corriente fascista y un régimen político fascista. Una corriente política fascista tiene el objetivo de avanzar hacia un régimen político autoritario, pero su acceso al poder del Estado no significa necesariamente que lo consiga. Desplazarse desde el acceso al gobierno hacia el cambio de régimen requiere choques, saltos y rupturas cuyos resultados no pueden definirse de antemano. Por esto, también, cualquier fascistización de un régimen político es un proceso político más o menos prolongado, no un acto inmediato.
Tener en cuenta esto sirve para evitar las caracterizaciones sumarias y definitivas sobre la extrema derecha actual. Su naturaleza no es algo definitivo, sino inestable, en disputa y, en último término, producto de una lucha política. Si la extrema derecha no consiguió fascistizarse es, en buena medida, una conquista política. El fracaso de Bolsonaro en Brasil es ilustrativo: una corriente neofascista accedió al gobierno pero logró ser bloqueada por la respuesta defensiva unitaria de la izquierda y la clase trabajadora.
Trotsky sin ismos
La reacción de los partidos comunistas de los años 1930 ante el peligro fascista condujo, en palabras de Trotsky, a «la página más trágica de la historia moderna»: el ascenso de Hitler al poder, con tan escasa resistencia en el país con la clase obrera más grande, mejor organizada, más culta y más politizada de Europa. La política estalinista consistió en poner un signo igual entre el fascismo y la socialdemocracia («socialfascismo») y oponerse a cualquier alianza defensiva del conjunto de la clase trabajadora frente a la amenaza reaccionaria. Y en caracterizar a un futuro gobierno nacionalsocialista como un pequeño interludio hacia la revolución proletaria («después de Hitler, nuestro turno»).
Muy pocas voces se opusieron a la política criminal del estalinismo dentro de la izquierda marxista. Entre ellas destacaron dos que desarrollaron esfuerzos paralelos pero desconectados producto de la soledad y el aislamiento: Antonio Gramsci desde la cárcel mussoliniana y León Trotsky desde la isla turca a donde Stalin lo había excomulgado. En palabras de Perry Anderson, los escritos de Trotsky sobre el fascismo «no tienen parangón en los anales del materialismo histórico» y «constituyen el único análisis directo y elaborado de un Estado capitalista moderno en todo el marxismo clásico». Quien haya dedicado tiempo a explorar los análisis, advertencias, pronósticos e indicaciones políticas de Trotsky en aquel periodo no puede dejar de sorprenderse por la agudeza de sus interpretaciones y la precisión de sus predicciones. Un patrimonio teórico excepcional que, sin embargo, no parece ser bien valorado por buena parte de las corrientes que reivindican su legado.
Es difícil resumir en pocas líneas el enfoque de Trotsky. Debemos destacar que puso su máximo esfuerzo en combatir, al mismo tiempo, el signo igual que los estalinistas ponían entre el reformismo y el fascismo y la conciliación de clase de la socialdemocracia. Contrapuso la táctica del «Frente único» que la Internacional Comunista había elaborado en los años 1920 y diferenció tanto a la socialdemocracia del fascismo, como a las distintas opciones burguesas entre sí. De allí las famosas frases sobre Brüning y Hitler a las que se suele volver repetidas veces:
Nosotros, como marxistas, consideramos tanto a Brüning y a Hitler como a Braun como los representantes de un único y mismo sistema. El problema de saber cuál de entre ellos es un «mal menor» carece de sentido, porque su sistema, contra el cual luchamos nosotros, necesita de todos sus elementos. Pero hoy estos elementos están en conflicto, y el partido del proletariado debe utilizar absolutamente este conflicto en interés de la revolución.
Y luego agregaba:
En una gama hay siete notas. Preguntarse cuál de las notas es la mejor, si do, re o sol, no tiene sentido. Sin embargo, el músico debe saber cuándo y qué tecla golpear. Preguntarse quién es el mal menor, si Brüníng o Hitler, carece también de sentido. Pero hay que saber cuál de estas teclas golpear. ¿Está claro? Para los que no lo comprendan, tomemos un ejemplo más. Si uno de mis enemigos me envenena cada día con pequeñas dosis de veneno, y otro quiere darme un tiro por detrás, yo arrancaré primero el revólver de las manos del segundo, lo que me dará la posibilidad de terminar con el primero. Pero esto no significa que el veneno sea un «mal menor» en comparación con el revólver. ¡A decir verdad, uno se siente un poco avergonzado de explicar una cosa tan elemental! Está mal, muy mal, que músicos como Remmele, en lugar de distinguir las notas, toquen el piano con las botas.
Es cierto que esto no implicaba que Trotsky apoyara electoralmente a Brüning. Este fue uno de los pocos argumentos que esgrimió Juan Dal Maso del PTS, en respuesta a un artículo míosobre la irrupción de Milei y la táctica que debía seguir la izquierda. Su breve texto sigue la típica combinación de eludir el núcleo del debate planteado y añadir descalificaciones personales, característica distintiva de lo que podríamos denominar literatura sectaria. Es cierto que Trotsky no apoyaba a Brüning, pero hay que comprender el conjunto de su razonamiento para otorgarle su sentido preciso. Trotsky cuestionaba a la socialdemocracia por apoyar electoral y políticamente al gobierno de Brüning ya que preveía que la situación evolucionaba hacia una polarización. Según su análisis, esta polarización iba a desembocar en una ofensiva revolucionaria, la cual solo sería posible a través de la acción unificada de la clase trabajadora (comunista-socialdemócrata), o, de lo contrario, en la victoria del fascismo.
En este cuadro, el gobierno de Brüning solo podía ser un gobierno efímero. Apoyarlo significaba participar de la ilusión de que servía como bloqueo al fascismo, cuando la verdadera forma de enfrentar al fascismo era liberar la fuerza de la clase trabajadora unificada que solo podía surgir de una acción concertada de comunistas y socialdemócratas.
¿Qué es lo importante de esto para nuestro debate? Trotsky en ningún momento identifica un apoyo electoral con la subordinación política. No está allí el punto. No es esa la consecuencia de su rechazo a apoyar a Brüning. Para entender su ubicación táctica hay que comprender el conjunto de su comprensión de la situación, con independencia de si estaba en lo cierto o no. De su diferenciación entre Brüning y Hitler se sigue que Trotsky comprende perfectamente la diferencia entre un régimen político fascista y otro que no (aunque, recordemos, consideraba al gobierno de Brüning como una «dictadura burocrática»). Cuando distinguimos, en nuestra propia coyuntura, las «pequeñas dosis de veneno» del «revolver» llamando a votar contra la extrema derecha, Dal Maso responde que eso sería el equivalente a llamar a votar a Brüning. Dal Maso, en realidad, es incapaz de darle un sentido concreto a la distinción planteada por Trotsky.
Trotsky entendía perfectamente tanto la importancia de una elección presidencial como que el voto no implica subordinación política. Como ejemplo de esto, basta hacer referencia, como señaló Rolando Astarita en un texto reciente, al hecho de que Trotsky no abogó por el voto en blanco o la abstención frente al Frente Popular español en 1936 (¡que no tenía enfrente al fascismo, que solo aparecería después con el golpe de Franco, sino a la derecha convencional!). También en 1936 Trotsky cuestionó al Independant Labour Party por negarse a dar a apoyo electoral al laborismo contra los conservadores (como años antes había recomendado Lenin al joven Partido Comunista Británico).
Si no es fascismo… ¿entonces, qué?
Estos último ejemplos nos llevan al corazón de nuestra polémica. Discutiremos luego sobre la relación entre Milei y el fascismo, pero no hace falta ir tan lejos. La pregunta central es más elemental: ¿Solo se recurre a la sugerencia de Trotsky del frente único o, más en general, a las políticas unitarias defensivas, cuando tenemos enfrente una amenaza fascista? ¿Y qué hacemos cuándo enfrentamos a las dictaduras militares? ¿O a fenómenos como el fujimorismo (u otros parecidos como Bukele o Erdoğan en la actualidad), que accedieron al gobierno por vía legal y transformaron el régimen político por dentro manteniendo la apariencia exterior de la democracia constitucional?¿Y en casos menos drásticos, donde no hubo ningún cambio de régimen político, pero sí un endurecimiento autoritario que infringió una derrota histórica a su clase trabajadora, como el caso del thatcherismo? ¿Sirve de algo decir «no se trata de fascismo»? La pregunta se responde sola.
El uso de la coerción física, el ahogo de las libertades democráticas, el endurecimiento autoritario de los Estados no dependen necesariamente de la implementación de un régimen fascista ni de un cambio de régimen político. Esto es obvio. El uso de la violencia es, por supuesto, un recurso permanente de la dominación de clase. Y su intensificación para conseguir infringir una derrota de largo plazo a la clase trabajadora puede adquirir todo tipo de formas, lo que contempla una amplia serie de opciones intermedias en un espectro que va desde el endurecimiento autoritario de la democracia liberal hasta un régimen fascista. ¿Trataremos a todas las formas de autoritarismo de forma rutinaria mientras no aparezca el fascismo con todos los rasgos de entreguerras?
Veamos cómo otro autor del PTS, Fernando Rosso, intentó argumentar el punto. En un texto reciente, Rosso cita a Palmiro Togliatti:
Ante todo quiero examinar el error de generalización que se comete ordinariamente al hacer uso del término ‘fascismo’. Se ha convertido ya en costumbre el designar con esta palabra a toda forma de reacción. Cuando es detenido un compañero, cuando es brutalmente disuelta por la policía una manifestación obrera (…) en toda ocasión, en suma, en que son atacadas o violadas las llamadas libertades democráticas consagradas por las constituciones burguesas, se oye gritar: ‘¡Esto es fascismo! ¡Estamos en pleno fascismo!’ (…) Mas no comprendo qué ventajas ello puede reportarnos, salvo, quizás, en lo que hace referencia a la agitación. Pero la realidad es otra cosa. El fascismo es una forma particular, específica de la reacción; y es necesario comprender perfectamente en qué consiste en su particularidad.
Al igual que en el caso de la referencia al «empate hegemónico» de Gramsci, que discutimos en otro texto, cuando Rosso recurre a Togliatti no advierte las consecuencias del razonamiento que utiliza. Si el fascismo es solo una forma de reacción, solo una manera en la que pueden ser «violadas las llamadas libertades democráticas», ¿por qué reservamos las políticas unitarias defensivas solo para esa forma? ¿Qué hacemos en todos los otros casos? El frente único es válido si estuviéramos enfrentando al fascismo, ¿y si se trata de otra variante de ultraderecha?
Respecto a los clásicos en general, y a Trotsky en particular, es más simple y provechoso intentar comprender la forma de razonar antes que buscar interpretes literales de los papeles del pasado. Cuando se estudia de manera escolástica, la letra se prioriza sobre el razonamiento, y eso finalmente impide entender tanto el espíritu como la letra. Trotsky escribe teniendo enfrente una forma específica de reacción que fue el fascismo. Le opone una política de alianza defensiva con el reformismo. Para no tener una imagen romantizada de la socialdemocracia de esa época, recordemos que Trotsky la definía, «a pesar de su composición obrera» como «un partido enteramente burgués, dirigido en condiciones “normales” de forma muy hábil desde el punto de vista de los objetivos de la burguesía». Era el partido de Noske y Grzesinsky, responsable pocos años atrás de los asesinatos de Luxemburg y Liebknecht. Trotsky escribe sobre el fascismo pero eso no significa que el campo de aplicación de sus razonamientos necesite que se personifiquen Hitler, Hilferding y Thaelmann ante nuestros ojos. Son razonamiento útiles en la medida en que comprendamos su razonamiento y su método y siempre y cuando evitemos las analogías demasiado rápidas.
La subestimación del momento político-electoral
Avancemos al siguiente punto del razonamiento de nuestros polemistas. Si bien el PTS afirma sin ambigüedad que Milei representa un proyecto «hiperreaccionario», ¿qué está dispuesto a hacer para evitarlo? Ahí aparece otro argumento central: la idea de que a la extrema derecha se la combate en las calles y no en las urnas. A unas horas de que las urnas indiquen si un gobierno de extrema derecha se hace con uno de los principales países de la región, este argumento resulta extravagante. Pero intentemos tomarlo en serio y sigamos la lógica de su argumentación.
El PTS dice en todos sus comunicados algo que puede resumirse en lo que escribió Guillermo Pistonesi: «Los marxistas entendemos que los cambios revolucionarios y la eventual contrarrevolución solamente pueden definirse a través de una abierta lucha de clases y no con una elección». Esta afirmación combina una obviedad con una idea ridícula. Por supuesto, para el marxismo revolucionario la lucha de clases es la fuerza última que dirime los grandes eventos políticos. ¿Pero esto significa que una elección presidencial donde puede acceder la extrema derecha al poder es irrelevante? ¿No incide de ninguna manera en la lucha de clases el resultado de una elección de este tipo? ¿Encuentra Pistonesi algún antecedente en la amplísima literatura marxista para una afirmación tan extravagante? Las posiciones que ignoran el resultado electoral no se deducen de la literatura marxista, al menos no de la tradición que se remite a Lenin y Trotsky. En todo caso, está más cercano a los enfoques autonomistas, anarquistas o, dentro del marxismo, a la exótica y lejana tradición bordiguista.
Esta idea no parece improvisada ni un desliz. En un texto reciente de Gabriela Liszt y Matías Maiello, el PTS describe su comprensión de la táctica del frente único. No quiero abundar con las citas porque de la lectura del artículo se sigue con claridad que el frente único para estos autores se reduce a la lucha callejera y, más específicamente, a los choques físicos contra las bandas fascistas. Es decir, para el PTS el frente único no se extiende a la cuestión electoral. Por eso contraponen permanentemente lucha de clases y elecciones (¿cabe preguntarse qué está haciendo el PTS cuando interviene electoralmente si no es llevando la lucha de clases a ese terreno?). En otras palabras, en un ejercicio mental, si hubiese habido un segundo turno en 1933 entre el SPD y el Partido Nazi, el PTS hubiese defendido el voto en blanco, porque cualquier otra opción hubiese implicado subordinación política a la socialdemocracia. Y, al mismo tiempo, hubiese llamado a acciones comunes al SPD contra la amenaza física que representaban los nazis.
Hubo un cierto entusiasmo entre el «pueblo de izquierda» cuando Myriam Bregman afirmó que «Massa y Milei no son lo mismo» en una entrevista radial. El PTS se encarga de repetir esa frase en todos sus documentos. No obstante, no poner un signo igual entre ambos pero no extraer las conclusiones prácticas de esta distinción es entrar en el terreno de la trivialidad: nada es igual a nada, como lo demostró la metafísica de Leibniz en el siglo XVII. Finalmente, no cambia mucho el asunto. Es una forma de no involucrarse en la lucha contra la extrema derecha o, para utilizar la expresión de Trotsky, de «capitular sin lucha».
¿Es Milei fascista?
Como intentamos mostrar, no hace falta que Milei represente una amenaza fascista para oponerle una política unitaria defensiva. Basta con que represente una respuesta reaccionaria, thatcherista y autoritaria a la crisis argentina. Milei expresa la hipótesis de una potencial evolución hacia una forma de bonapartismo autoritario dentro de la democracia liberal, con el objetivo de facilitar la implementación de una terapia de choque neoliberal. Esto debería ser suficiente para saber cómo orientarse. Ahora bien, ¿cuál es la relación entre Milei y el fascismo? Voy a señalar algunos aspectos de Milei —y en algunos casos de la extrema derecha global— que plantean algunas relaciones con el fascismo clásico que resultan políticamente relevantes.
El carácter crecientemente popular y la capacidad para la movilización social de la extrema derecha global presenta con el periodo de entreguerras una simetría significativa. Antiguos bastiones obreros empiezan a girar hacia posiciones de este tipo, como el apoyo a Trump en el cinturón del óxido norteamericano o la penetración de Le Pen en el norte obrero desindustrializado de Francia. Esto muestra la ruptura de las relaciones convencionales entre las clases populares y sus representaciones políticas tradicionales.
Es cierto que el fascismo clásico se basó principalmente en la pequeña burguesía, pero en una pequeña burguesía «aplebeyada», arruinada económicamente por la crisis. Un pequeño burgués convencional no se involucra en bandas paramilitares, más bien se dedica a hacer dinero con su profesión liberal o su pequeño comercio. Y además agrupaba detrás de sí a sectores populares provenientes de diversas categorías sociológicas, consolidando así una base popular y movilizada de apoyo.
Esta base popular y exaltada le permite a la extrema derecha mostrar crecientemente una gran capacidad de movilización social. Por supuesto no hay bandas paramilitares por el momento, pero se observa un incremento en la movilización, politización de masas y aptitud para tomar la iniciativa, en muchos casos, de manera violenta. Esto se traduce en la capacidad para organizar estructuras militantes que presionen sobre el sistema político (como vimos en los asaltos al Capitolio y a Brasilia). Esta base popular de combate es una fuerza adicional que la extrema derecha puede hacer pesar en su competencia con la derecha tradicional.
En Argentina, la capacidad militante de Milei es inferior a la del bolsonarismo o el trumpismo. Pero durante la campaña electoral, sobre todo cuando se sintieron seguros por el resultado electoral y el auge reaccionario, ya fuimos testigos de su capacidad para envalentonar a pequeños grupos neofascistas, que empiezan a realizar pequeños atentados contra símbolos de los derechos humanos o sus organizaciones, configurando un clima de intimidación hacia la izquierda que anticipa el porvenir. ¿Alguien puede siquiera dudar que esta intimidación se multiplicaría por diez —como sucedió con Trump y Bolsonaro— si la extrema derecha controlara el poder del Estado? Hay que ser ciego para negarlo. Por lo tanto, una radicalización de grupos extraparlamentarios no puede descartarse en caso de la victoria de Milei.
Como no es dificil advertir, entre la derecha, la extrema derecha y el fascismo no hay fronteras rígidas o estables. Como afirma Alex Callinicos, «no se trata tanto de determinar qué etiqueta poner a formaciones concretas, sino de entender la extrema derecha contemporánea como un campo de fuerzas dinámico que cambia rápidamente».
La radicalización autoritaria es una de las hipótesis, al igual que su contraparte, es decir, que ingrese en un proceso de normalización burguesa, adaptándose a las lógicas convencionales de la política y se convierta en una versión ligeramente más dura de la derecha tradicional. El resultado está abierto. Y nosotros no somos observadores de la situación, sino agentes activos que debemos combatir a la extrema derecha para prevenir una radicalización autoritaria que, en caso de acceder al poder, pude dar un salto cualitativo. Eso vale también para Javier Milei.
Por otro lado, en relación a la autonomía de la política y el Estado que caracterizó al fascismo clásico, hay aquí otro elemento que vale la pena reponer. Como en el caso del paso a segunda vuelta de Le Pen en 2002 o el ascenso de Trump en 2016, el centro del poder económico parece rechazar la candidatura de Javier Milei. Sin embargo, la actitud del empresariado y el imperialismo es más ambigua de lo que parecía inicialmente, sobre todo desde que se concretó el acuerdo con Macri y un sector de PRO. Esto fue anticipado nada menos que por The Economist, esa tribuna internacional donde las clases dominantes dialogan consigo mismas. En uno de sus últimos números, el semanario convocó desde su artículo de tapa a una coalición de la derecha y la extrema derecha en Argentina.
Por otro lado, si bien Biden apoya a Massa, Trump, con altas chances de ser el futuro presidente de Estados Unidos, respalda a Milei. Sin embargo, sigue siendo cierto que lo central del poder económico aún percibe a Milei como una aventura peligrosa. Hay algunos sectores de la izquierda que se entusiasman demasiado con esta desconfianza (o que incluso lo han hecho el criterio definitivo para ubicarse tácticamente: ver los pronunciamientos del Partido Obrero). Harían bien en revisar la historia de los años 1920 y 1930 o en recordar la advertencia de Trotsky cuando escribía en un texto maliciosamente denominado «Aprendan a pensar: Una sugerencia amistosa a ciertos ultraizquierdistas»: «La política del proletariado no se deriva, de ninguna manera, automáticamente de la política de la burguesía, poniendo solo el signo opuesto (esto haría de cada sectario un estratega magistral)».
Esto no significa que Milei represente por el momento una amenaza fascista. Pero su victoria será un paso adelante en un proceso de radicalización autoritaria del Estado de destino incierto. No es fascista, pero tampoco un partido burgués convencional. Y eso amerita una táctica que responda a una situación de excepción.
Digresión: democracia contra capitalismo
Con independencia del resultado electoral de este domingo, la izquierda debe afrontar un debate de largo plazo sobre cuál es su relación con las conquistas democráticas del periodo anterior y, más en general, con las instituciones de la democracia liberal. Esto no es un mero ejercicio académico. Estamos en un ciclo histórico donde hay muchas señales que indican que se avanza hacia un endurecimiento autoritario de los Estados. A finales de la década de 1970, Poulantzas acuñó el término «estatismo autoritario» para describir la hipótesis de que podría emerger una distorsión autoritaria desde dentro del régimen democrático liberal. Esta distorsión no se presentaría como un «régimen de excepción», sino más bien como un régimen político «normal», que se basaría en «un declive radical de las instituciones de la democracia política y con una reducción draconiana y multiforme de las llamadas libertades» formales. Esta hipótesis está planteada hacia el futuro, y el ascenso global de la extrema derecha es una de sus señales.
La caída del llamado «campo socialista» a fines del siglo XX dejó a la izquierda despojada de alternativas consideradas socialmente viables. Mucho se escribe cotidianamente sobre la necesidad de que la izquierda recupere una dimensión de futuro. Sobre esta ausencia de horizonte también avanza la extrema derecha en los sectores populares, es decir, prevalecen las salidas individualistas y desesperadas a la crisis. Reconstruir la hipótesis de una sociedad superior al capitalismo es una tarea estratégica de largo plazo. Pero para lograrlo, debemos dejar de pensar que el socialismo es un «más allá absoluto» al que solo podemos acercamos por medio de un ejercicio de imaginación utópica.
Una sociedad despojada de la dominación de clase existe embrionariamente en nuestro presente, fundamentalmente como producto de las luchas populares que han conseguido conquistas y reformas. La relación entre lo arcaico y lo nuevo es más compleja y útil que un ejercicio imaginativo. Imaginar una nueva sociedad comienza por el intento conservador de preservar lo que merece la pena ser conservado: las libertades democráticas contra la evolución cada vez más autoritaria del capitalismo, los derechos sociales contra la ofensiva burguesa, la planificación por fuera del mercado de sectores de la economía, como la salud pública, contra el afán privatizador.
En cada conquista popular respira dificultosamente una sociedad futura posible. Del afán defensivo por preservar conquistas surgirán las luchas ofensivas por una nueva sociedad (este enfoque, como es obvio, se opone por el vértice a la concepción que subyace al libro que publicó Gabriel Solano, principal dirigente del Partido Obrero, titulado La democracia fracasó).
En La noche de los proletarios, Jacques Ranciere describe el horizonte de expectativas de la clase trabajadora del siglo XIX: Una «vanguardia obrera», escribe Ranciere, «que piensa y actúa no para preparar un futuro en el que los proletarios recogerían el legado de una gran industria capitalista formada por la desposesión de su trabajo y su inteligencia, sino para detener el mecanismo de esa desposesión». Es decir, las luchas obreras de fines del siglo XIX no extraían su fuerza de la dimensión utópica del socialismo, sino de la defensa de las identidades y las formas laborales que estaban siendo erradicadas por la extensión arrolladora de la explotación laboral capitalista (el trabajo artesanal, fundamentalmente). De estas luchas inicialmente defensivas, que añoraban un mundo que no iba a volver (el del productor autónomo artesanal) surgió la unión entre el movimiento obrero y el socialismo.
En la relación entre capitalismo, democracia y socialismo tal vez deberíamos concebir una dialéctica similar: solo la lucha anticapitalista puede defender las conquistas civilizatorias de nuestro tiempo (estado de derecho, libertades civiles, derechos políticos, pluralismo) de la amenaza que significa la evolución autoritaria del capitalismo.
La pasividad más innoble
Volvamos a nuestra coyuntura inminente. En pocos días enfrentamos una elección presidencial decisiva, tanto para Argentina como para la región. La gran novedad del último periodo electoral fue la aparición de un gran movimiento social democrático, bajo la forma de pequeñas acciones descentralizadas de campaña. Este movimiento social es un punto de apoyo para las luchas que vienen, sea cual sea el resultado electoral del domingo. Permite reencontrarse con la acción colectiva, con la confianza en la propia fuerza, con las reservas sociales y democráticas que caracterizan a la sociedad argentina, más allá de la degradación de la situación durante los últimos años. La ausencia de la mayoría de los partidos del Frente de Izquierda en esta movilización es un error estratégico mayúsculo.
Rubén Sobrero, el dirigente sindical más importante de los partidos integrantes del FITU, es integrante del único partido del FITU que llamó a votar a Massa para evitar la victoria de la extrema derecha. Declaró recientemente en una entrevista: «Voy a seguir siendo opositor a Massa, pero tengo que llamar a detener al que reivindica la dictadura». Esto despertó una corriente de simpatía inmediata que incluyó a la base social del peronismo. Es un pequeño ejemplo del papel trascendental que podría haber cumplido el FITU si el conjunto de sus fuerzas militantes, principalmente a través de su carismática candidata presidencial Myriam Bregman, hubiera ocupado su puesto de combate contra la extrema derecha.
Ni siquiera hubiese sido necesario un llamado explícito a votar por Massa… bastaba con alguna consigna del tipo «ningún voto a Milei» (como utilizó más de una vez la izquierda trotskista francesa contra Le Pen) para ocupar un lugar militante en el campo de lucha contra la extrema derecha y para conectar con el movimiento social y los sectores de la clase trabajadora preocupados por la amenaza que se cierne sobre ellos. Esto hubiese aumentado enormemente la autoridad del Frente de Izquierda y hubiese permitido establecer un puente con la base popular del peronismo.
Pero la actitud del FITU generó lo contrario: abroqueló a la base del peronismo con su dirección. Recordemos algo central de la táctica clásica del «frente único»: no solo se trataba de la unidad defensiva con los reformistas, sino también de una política para la «conquista de la mayoría», es decir, para aumentar la influencia de los revolucionarios y disputar la hegemonía de los reformistas. En lugar de la delimitación propagandística, construir un marco unitario donde la delimitación es un subproducto de la incapacidad de los reformistas para llevar a término una lucha común es una táctica que se ha mostrado mucho más eficaz.
Un ejemplo exitoso reciente lo vimos en la actuación del PSOL de Brasil en la lucha contra Bolsonaro: una actitud generosamente unitaria y defensiva, llamando a la unidad de la izquierda e incluyendo al PT, permitió que en un contexto extremadamente defensivo y adverso como el que impuso la extrema derecha en el poder, el PSOL creciera muy significativamente en afiliados, militantes, parlamentarios e influencia social.
Para citar por última vez al viejo revolucionario ruso: como decía Trotsky, «Los sabios que se pavonean de no ver la diferencia “entre Brüning y Hitler”» en realidad «bajo esta fanfarronada seudoradical (…) esconde[n] la pasividad más innoble».