Cuba: el Partido único ante la crisis

Un partido político que gobierne en solitario, no compita con otra organización, ni deba presentarse a un proceso electoral para ser ratificado, pareciera tener una gran ventaja. Paradójicamente, esa prerrogativa es, al mismo tiempo, su mayor debilidad.

No tener que negociar el poder, dar por sentado que no le será disputado, despliega a nivel político una perniciosa actitud que supone inaceptable cualquier indicio de presión social y, cuando ella ocurre, la reacción consiguiente muestra una ineptitud absoluta bajo un disfraz de temeridad.    

Esa perspectiva autoritaria se fortalece asimismo con el enfoque teleológico, mecanicista y antimarxista de la historia que asume que la revolución socialista, una vez victoriosa, no puede retroceder. Este optimismo a ultranza clausura la posibilidad del éxito a cualquier proceso de perfeccionamiento o reformas.

El derrumbe del campo socialista hizo trizas muchas constituciones que lo declaraban irreversible. No es la letra en un tratado legal, sino la implicación de las personas que encuentren en ese sistema la encarnación de sus aspiraciones, y que puedan modificarlo con ese objetivo, lo que permitirá el éxito del mismo.

La presión de las mayorías desde abajo es lo que ha hecho evolucionar a los sistemas políticos de la antigüedad hasta hoy. En el modelo de socialismo burocrático de partido único no se admite la participación real y espontánea de la ciudadanía en la actividad política. Esta condición discriminatoria es la que explica que, ante el estallido social del 11 de julio, el Partido reaccionara con brutalidad, de manera policial y no política.

En Cuba no se aprendió la lección de hace treinta años. En 2002, más de diez después de la desintegración de la URSS, un artículo constitucional declaró irreversible al socialismo, en tanto, la Constitución de 2019 estableció que el Partido es la «fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado (…)». Desde la cima de esa especie de atalaya, el Partido debió estar en mejores condiciones de divisar que en Cuba existían las condiciones para un estallido social. Pero no solo no lo estuvo, sino que ha demostrado también su incapacidad para interpretar las verdaderas causas del conflicto y para actuar consiguientemente sobre ellas.

Las verdaderas causas del 11- J

Las contradicciones internas en los procesos sociales son las fundamentales y determinantes. Ese principio de la dialéctica materialista no es aplicado por el Partido a pesar de su enunciada filiación marxista. Por ello, ante el estallido social ha preferido ceñirse a una narrativa que explica los hechos en base únicamente a factores externos, reales pero no determinantes: las presiones del bloqueo norteamericano sobre Cuba, un golpe blando, una guerra de cuarta generación.

No ha existido hasta ahora un análisis profundo y autocrítico del Partido sobre sí mismo y su responsabilidad frente a la crisis. De haberlo, deberían admitir que ninguno de los hitos que en los últimos tiempos creó esperanza de cambios para transformar el socialismo desde arriba se materializó. Ellos fueron:

1. Un proceso de reformas anunciado en 2007, hace ya catorce años, que prometió —aclarando que lo haría «sin prisas»— «cambios estructurales y de concepto» que aún se esperan en la economía cubana. Y digo en la economía porque el proceso de reformas jamás incluyó la dimensión política.

2. Una Constitución aprobada en 2019 que, a pesar del debate que suscitó y del nivel de expectativas por la inclusión en ella del concepto Estado Socialista de Derecho, no aceptó planteamiento alguno que apuntara a la transformación del sistema político.

3. Tres congresos del Partido: el 6to, el 7mo y el 8vo, que fueron, durante tres lustros, de más a menos en la idea de reformar al modelo. En el último de ellos, hace poco más de tres meses, prácticamente se echó un balde de agua helada sobre la ciudadanía al perpetuar la tesis del inmovilismo y no atender los graves problemas sociales y políticos que habían generado inquietud, no solo en los jóvenes sino en la sociedad toda.

Un sistema socialista que no pueda ser influido desde abajo es una entelequia, y el nuestro está atrapado en una contradicción flagrante: hemos aprobado una Constitución que no es viable pues una parte de ella tiende a sostener una situación de vulneración de libertades —concretada sobre todo en su artículo 5 que declara la superioridad del Partido único— mientras otra parte reconoce tales derechos y libertades en un Estado Socialista de Derecho.

Ningún proceso reformista exclusivamente económico es factible, pues cuando no se implica activamente a la ciudadanía como controladora de la dirección, resultados y velocidad de las transformaciones, estas corren el riesgo de ser desmanteladas o frenadas. Cuba no ha sido una excepción. La burocracia se ha convertido entre nosotros en una «clase para sí» y obstaculiza cambios y reformas que, aunque acepta en el discurso, ha ralentizado en la práctica.

Un gran conflicto irresuelto donde quiera que se entronizara el socialismo burocrático, es el de convertir la propiedad estatal en verdadera propiedad social. Esta aspiración ha sido utópica por la falta de democratización, los fallos de la participación ciudadana en las decisiones económicas y el hecho de que los sindicatos dejan de ser organizaciones que defiendan los intereses de los trabajadores. 

La actitud arrogante del Partido es propia de un modelo político que fracasó. En febrero de 1989, la revista soviética Sputnik dedicó un número al inmovilismo que caracterizara al período de Leonid Brezhnev, allí se hacían estas preguntas:

«¿Debe la dirección del Partido convertirse en un órgano especial del poder, que estará por encima de los restantes órganos? ¿Si el Comité Central es un órgano especial de poder, cómo controlarlo? ¿Se puede protestar su resolución por inconstitucional? ¿Quién responde en caso de fracasar una medida decretada? Si este órgano superior de hecho dirige al país, ¿no debe entonces todo el pueblo elegirlo?».

En este modelo político el Partido es selectivo, «de vanguardia», y no un partido popular abierto a todos, de modo que si se declara como fuerza Superior a la sociedad también se erige por encima del pueblo. Para que no fuera así, el pueblo debería poder elegir a los que encabezan al Partido, y ello no se permite. Si está por encima de todos, y no es «un partido electoral», queda fuera del control popular. Ese modelo político es el que hay que cambiar.

Los sectores más jóvenes no tienen memoria de las etapas iniciales y más exitosas en política social del proceso. A ellos, la épica revolucionaria, las evidentes transformaciones y los beneficios de las primeras décadas no les dicen nada.

Han conocido los últimos treinta años, con la secuela de pobreza, aumento sostenido de la desigualdad, proyectos de vida fallidos y expectativa por el éxodo a edades cada vez más tempranas. La llegada de internet los ha coordinado como generación, les permite contrastar opiniones, construir espacios virtuales de participación, que el modelo político les niega, y generar acciones.

Entonces hay que reconocer que las contradicciones principales que llevaron al estallido del 11-J son eminentemente políticas. Las demandas no fueron únicamente por alimentos y medicamentos o por rechazo a los cortes de electricidad. Estos pueden haber sido el catalizador, pero las consignas de «libertad» que recorrieron la isla indican la exigencia de la ciudadanía de ser reconocida en un proceso político que la ha ignorado hasta hoy.

Pan, circo… y Senado

Las brutales escenas de represión contra los manifestantes, las declaraciones llamando a la violencia del recién nombrado primer secretario del Partido —después matizadas—, una reunión urgente del Buró Político al día siguiente de los hechos —de la cual nada ha trascendido— y los actos de reafirmación revolucionaria con enfoques tradicionales casi una semana después, indican que el partido quedó totalmente descolocado ante el 11-J. No obstante, aunque jamás lo reconozca ni pida disculpas, sabe que cometió un costosísimo error.

Desde sectores de la izquierda, en algunas prestigiosas figuras y organizaciones, se han levantado voces que exigen el respeto a los derechos políticos de manifestación pacífica y libertad de expresión en Cuba. Diversos gobiernos, y la Unión Europea como bloque, han criticado la violenta represión, anticonstitucional por cierto.

Ya empiezan a notarse medidas paliativas para aliviar la dramática situación de carestía: aumento, desde este mes y hasta diciembre, del arroz, un alimento básico en la canasta normada; distribución gratuita de productos donados a Cuba (granos, pastas, azúcar, y en ciertos casos aceite y cárnicos); rebaja de precios de algunos servicios de Etecsa, el monopolio de las comunicaciones.

A ellas se suma la aprobación de solicitudes de vieja data que hubieran funcionado como atenuantes de la crisis desde mucho antes: importación de alimentos y medicamentos sin restricciones y libre de cargos en la aduana; venta a plazos en las tiendas. Quizá en los próximos días se anuncien otras.

No caben dudas de que se aliviará en algo la situación, pero el Partido debe estar muy ubicado en que ninguna de esas determinaciones va a resolver el dilema cubano que es, como ya afirmé, de naturaleza política.

Quizás crean que al aplicar estos paliativos estén descubriendo nuevos caminos en la política. Se equivocan. El poeta latino Juvenal, hace miles de años, eternizó, en su Sátira X, una frase que designaba la práctica de los gobernantes de su época: «Pan y circo». Era el plan de los políticos romanos para ganarse a la plebe urbana a cambio de trigo y entretenimientos con el fin de que se despojara de su espíritu crítico al sentirse satisfecha por la falsa generosidad de los gobernantes.

En Cuba necesitamos pan y circo, somos un pueblo sufrido, pero —sobre todo—, necesitamos gobernar desde abajo. Necesitamos ser el Senado, ya que el nuestro ha desaparecido de la escena política. No hay una sola declaración de alguna diputada o diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular, en cuanto a tal, a pesar de la gravedad de los hechos violentos contra una parte del pueblo que se supone ellos representan.

Han violado el cronograma legislativo justificando la imposibilidad de reunirse en plena pandemia. No obstante, en esas mismas condiciones el Partido celebró su 8vo congreso y, luego del 11 de julio, fueron convocadas actividades masivas de apoyo al gobierno en todas las provincias.

Todavía no ha ocurrido un pronunciamiento oficial de la dirección partidista donde se analicen los hechos, se ofrezcan cifras exactas de ciudades y pueblos implicados, participantes en las protestas, personas detenidas y enjuiciadas. No le sirvió al Partido único haber analizado en el Buró Político, pocos días antes del 8vo congreso, un informe denominado: «Estudio del clima sociopolítico de la sociedad cubana». No entendieron nada de ese clima, o los que escribieron el informe no reflejaron la realidad.

El socialismo burocrático de Partido único crea una especie de demiurgo político que escapa al imperio de la ley, ya que se sitúa por encima de ella, acentúa el extremismo político y se separa de la ciudadanía. Hasta ahora todos los modelos con estas características, lejos de conducir a una sociedad socialista, han disimulado un capitalismo de Estado con rasgos de corrupción y elitismo.

Es hora de debatir sobre esto y organizarnos para cambiarlo. Ahora se puede. Como bien declaró a la prensa internacional el presidente del Tribunal Supremo Popular, en Cuba la Constitución garantiza el derecho a la manifestación pacífica.

30 de julio 2021

Alina Bárbara López Hernández es profesora, ensayista e historiadora. Doctora en Ciencias Filosóficas.

Fuente: La Joven Cuba

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