Trump ha sido derrotado, pero no por tanto como los demócratas esperaban. Las políticas de Biden no superarán las crisis estadounidenses.
A comienzos de diciembre, la pandemia de covid-19 en EE UU está segando la vida de 3.000 personas cada día, con 200.000 nuevos casos declarados y más de 100.000 hospitalizados. Ya han muerto 280.000; las previsiones indican que los próximos tres meses pueden ser los peores, tal vez con nada menos que 450.000 víctimas mortales. Cuando declaró el estado de emergencia nacional el pasado mes de marzo, cuando el virus ya circulaba por todo el país, el presidente Donald Trump creó en la Casa Blanca un grupo de trabajo sobre el coronavirus. No obstante, sostuvo que la gestión de la pandemia era responsabilidad de cada uno de los Estados federados. Explicó a la prensa que “el gobierno federal no está para salir a comprar grandes cantidades de materiales para luego repartirlos. Saben, no somos una agencia de transportes.”
La burocracia federal hizo chapuzas con la producción rápida de tests de contagio, no suministró equipos de protección individual (EPI) y facilitó informaciones contradictorias. Representantes de los Estados y de los hospitales compitieron ferozmente entre sí para conseguir suministros. Algunos incluso vieron que una vez habían hallado y pagado un cargamento, el gobierno federal intervino para arrebatarles la compra. A resultas de ello, se instruyó al personal sanitario de que reutilizara unos EPI concebidos para un solo uso; muchas trabajadoras llevaban bolsas de basura en vez de batas. Las enfermeras y gente que les apoyaba organizaron piquetes para reclamar protección y una proporción razonable entre pacientes y sanitarios. En la primera semana de octubre, el sindicato de enfermeras National Nurses United (NNU) cifró en más de 1.700 el número de trabajadoras y trabajadores sanitarios que habían muerto a causa del virus.
La pandemia complicó las elecciones federales de 2020, obligando a los candidatos y candidatas a replantearse sus actos de campaña y la organización de las convenciones de sus partidos. También hizo que la gente tuviera que decidir cómo votar. De los 154 millones de votantes estadounidenses, 100 millones votaron por anticipado, presencialmente o por correo. A pesar de las dificultades que supuso una operación tan masiva en plena pandemia, el órgano supervisor federal la calificó de “la más segura de la historia de EE UU”. Poco después del anuncio, que no encajaba en la narrativa de Trump, el funcionario que él mismo había nombrado jefe de ciberseguridad electoral fue despedido.
A lo largo de toda su campaña, el presidente celebró actos supercontagiosos, en los que apenas se tomaron precauciones. Tachó el voto por correo de método perfecto para robar las elecciones e insistió en que para ser transparentes, los resultados debían hacerse públicos durante la noche electoral. Convocando a sus bases para presionar a los y las votantes en los locales electorales, cosa que es ilegal, Trump también animó a sus leales a cuestionar los recuentos. En el transcurso de la campaña, y con resultados dispares, Trump envió a abogados a los tribunales estatales y federales para tratar de revertir las leyes estatales que permiten el voto anticipado. En Michigan y Wisconsin, donde los Republicanos controlaban los parlamentos, estos se negaron a legislar sobre procedimientos de voto anticipado ni siquiera ante la pandemia. Además, Trump se apresuró a llevar a cabo el tercer nombramiento de su presidencia al Tribunal Supremo de EE UU, en la persona de Amy Coney Barrett. La ceremonia de juramento de esta tuvo lugar en la rosaleda de la Casa Blanca la misma tarde en que su nombramiento fue ratificado por el Senado, controlado por los Republicanos, justo una semana antes de las elecciones. Trump explicó que ello era necesario porque era posible que el tribunal tuviera que dirimir en unas elecciones controvertidas.
¿Una crisis constitucional?
Dos tercios de las personas que votaron por Joe Biden lo hicieron para impedir la reelección de Trump. Sin embargo, dado el narcisismo de este, nadie ajeno a sus bases esperaba que tirara la toalla. Mucha gente predijo que sus amenazas de desplegar a policías federales, su acoso a funcionarios y una cascada de litigios judiciales provocarían una crisis constitucional. Esta idea se basaba en la hipótesis de un resultado electoral relativamente ajustado, como en el caso de las elecciones de 2000 en Florida. En aquella ocasión, el Tribunal Supremo de EE UU intervino para suspender el segundo recuento, y el candidato Demócrata, Al Gore, se dio por vencido frente a George W. Bush. A diferencia de aquellas elecciones, la previsión de Trump requeriría un voto ajustado no solo en un Estado, sino en media docena.
Las fuerzas contrarias a Trump temían que este se declarara vencedor en la noche electoral y ordenara la suspensión de los recuentos. Convocaron concentraciones son el lema de “contar todos los votos” para el día después de las elecciones, concentraciones que tuvieron lugar en cientos de ciudades. Las direcciones de los sindicatos más progresistas debatieron sobre qué hacer en caso de crisis constitucional y estudiaron la posibilidad de una serie de acciones que condujeran a una huelga general. Casi dos docenas de consejos sindicales centrales de todo el país aprobaron resoluciones comprometiéndose a responder en este caso.
Sin embargo, no hubo resultados ajustados. Biden ganó incluso en los Estados pendulares por varios miles de votos: Arizona (11.000), Georgia (12.000), Michigan (154.000), Pensilvania (50.000), Wisconsin (20.000). A pesar de ello, Trump declaró que iba en cabeza hasta que supuestamente se introdujeron papeletas fraudulentas durante el recuento. Apoderados Republicanos que asistieron a los recuentos en Filadelfia y Detroit afirmaron que llegaron misteriosamente miles de papeletas en plena noche y que los programas de ordenador para el voto electrónico transfirieron votos de Trump a Biden. En declaraciones juradas afirmaron que fueron tratados injustamente al obligarles a situarse, con arreglo a las normas antipandemia, a una distancia de 1,8 metros de las mesas de recuento (claro que la norma se aplicó también a los apoderados del Partido Demócrata). Se presentaron demandas judiciales, pero a falta de pruebas fueron archivadas rápidamente.
Cuando los condados de Michigan empezaron a certificar sus resultados, un procedimiento rutinario de la junta electoral de zona quedó bloqueado cuando dos Republicanos declararon que unas diferencias de menos de 400 votos entre cientos de miles de papeletas les impedían certificar los resultados del condado de Wayne. Cuando un grupo de 300 personas que asistían telemáticamente a la reunión insistieron en que esto era absurdo, los dos se retractaron. Entonces, uno de ellos presentó una moción para anular todos los votos de Detroit. Si se hubiera aprobado la moción, una ciudad con un 80 % de población afroamericana habría quedado descalificada y Trump habría ganado en el Estado. Al final, los dos Demócratas y dos Republicanos votaron a favor de certificar el recuento del condado y enviar los resultados a la junta electoral del Estado de Michigan.
Esa noche, ambos Republicanos recibieron una llamada de Trump; al día siguiente firmaron sendas declaraciones juradas por las que se retractaban de su voto, pero no existe ningún procedimiento para hacerlo. Mientras tanto, dos altos cargos del grupo Republicano en el Congreso fueron invitados a reunirse con Trump en la Casa Blanca, pero no acudieron a la cita. A uno lo increparon manifestantes en el aeropuerto, mientras que al otro lo fotografiaron con una botella de Dom Perignon en el bar del hotel de Trump. ¿Tenía la junta electoral de Michigan la posibilidad de plantarse, trasladando la cuestión al parlamento del Estado, controlado por los Republicanos, y enviar al Colegio Electoral a los electores favorables a Trump? Incluso en el caso improbable e ilegal de que esto sucediera, debería tener un efecto de bola de nieve en dos otros Estados por lo menos para que Trump pudiera ganar.
Al final, la junta electoral de Michigan votó por tres a cero (con la abstención de un Republicano) a favor de certificar el resultado, enviando a los electores de Biden al Colegio Electoral, que votará a su vez el 14 de diciembre. Aun sin reconocer su derrota, Trump aprobó que comenzara la transición oficial. Acto seguido, Trump pronunció un discurso de 46 minutos de duración en el que explicaba cómo le habían robado la elección, mientras que el hombre al que acababa de indultar, el exconsejero de seguridad nacional Mike Flynn, pidió a Trump que declarara la ley marcial y ordenara que el ejército organizara una nueva votación. Sin embargo, la crisis constitucional se desvanece a medida que los tribunales rechazan las demandas incoadas y los Estados certifican y nombran a sus electores.
¿Por qué Trump, y el partido que le apoya, obtuvo tan buenos resultados?
A escala nacional, Trump ha obtenido casi 74 millones de votos, 10 millones más que en 2016. Los Republicanos mantienen su mayoría en el Senado (pendiente de una segunda vuelta en Georgia) y han ganado algunos escaños en la Cámara de Representantes. Ningún parlamento estatal ha pasado de una mayoría Republicana a una mayoría Demócrata. Y puesto que el año que viene los parlamentos estatales reorganizarán las circunscripciones electorales sobre la base del censo de población de 2020, los Republicanos conservarán su ventaja.
Una mayoría de la gente trabajadora sindicada votó a favor de Biden, al igual que una mayoría de quienes ingresan menos de 100.000 dólares al año. El 35 % de votantes de extracción afroamericana, latina, asioamericana e indígena apoyaron a Biden, siendo las mujeres negras las más comprometidas, con un 91 %. Sin embargo, visto que el historial del mandato de Trump comprende rebajas fiscales para los ricos, recortes de las prestaciones sanitarias públicas para la gente pobre y trabajadora, el nombramiento de funcionarios favorables a las empresas para el Consejo Nacional de Relaciones Laborales, la abolición de varios cientos de reglamentos en materia de seguridad e higiene y la pasividad ante la pandemia, ¿por qué tanta gente trabajadora votó por él?
Puesto que todos los políticos y la mayoría de dirigentes sindicales predican que hay que comprar productos nacionales, el lema “America First” de Trump no parecía estar tan descaminado. Tanto si se refería a personas afroamericanas como a inmigrantes, Trump podía contar a los trabajadores blancos que aquellas no eran gente que trabajaba duro, sino holgazanes que buscaban un subsidio, como ya habían insinuado otros presidentes. Trump se parecía al personaje de Archie Bunker de la vieja comedia Todo en familia (All in the Family). Se presenta como el tipo duro que desea luchar contra viento y marea. Sí, es racista e insensible –y a veces sus seguidores pensaron que iba demasiado lejos–, pero al estar al frente de una economía con un bajo nivel de desempleo, hubo personas que pasaron por alto el racismo y otras que estaban encantadas porque al fin alguien decía en voz alta lo que estaban pensando. Del 65 % de votantes estadounidenses de piel blanca, la mayoría (57 %) votaron a Trump. El racismo estructural mantiene comunidades sumamente segregadas y una fuerza de trabajo estratificada.
Está claro que Trump contribuyó a que se envalentonaran los nacionalistas blancos y ciertos grupos violentos. Acudían a los mítines con sus armas de fuego y organizaban movilizaciones contra el uso obligatorio de mascarillas, desafiando a las autoridades locales. Convocaban contramanifestaciones frente a las movilizaciones de Black Lives Matter y a veces se infiltraban en la multitud. Asistirán a la manifestación de apoyo a Trump del 12 de diciembre en Washington, dos días antes de que se reúna el Colegio Electoral.
Trump se vanagloria de la pujanza de la economía, pero el salario real de un trabajador o trabajadora es el mismo que hace 40 años. El otro día, Trump alardeaba de que el índice bursátil Dow Jones había alcanzado los 30.000 puntos. Se atribuyó el mérito de este hito, destacando que era la primera vez en la historia que se llegaba a esta cota. Sin embargo, las estadísticas sobre la pandemia, los salarios reales, la mortalidad infantil, la pobreza, el consumo de drogas y la falta de viviendas asequibles revelan la existencia de una desigualdad y una desesperación crecientes. El virus ataca al sector más vulnerable de la clase trabajadora: las personas ancianas y el personal mal pagado que las cuida, la gente sin hogar, la que está encarcelada, la que trabaja en la industria cárnica, la mano de obra agrícola y el personal temporero. La población negra, latina e indígena tiene cuatro veces más probabilidades de ser hospitalizada que la blanca, y la gente de piel negra tiene dos veces más probabilidades de morir a causa de la pandemia.
Buena parte de la población trabajadora y de color que votó por Trump decidió apoyarle porque entendía que Biden no presentaba una alternativa concreta. Si bien este último apoyaba el establecimiento de un salario mínimo de 15 dólares la hora, su campaña estuvo más centrada en denunciar la pasividad de Trump ante la expansión de la covid-19. Trump logró vencer en Florida por 370.000 votos, pero en ese mismo Estado, el referéndum sobre el aumento del 100 % del salario mínimo fue aprobado por un margen todavía más amplio. ¿Podría Biden haber ganado en Florida si hubiera defendido el aumento del salario mínimo?
Hay periodistas que se preguntan por qué Trump había obtenido votos de gente de color. Cuando un columnista preguntó a un afroamericano que había votado a Trump por qué lo había hecho, este respondió con estas palabras: “Como hombre negro no me gusta, pero soy una persona que pondera los resultados. Si brindas oportunidades a la gente, eso sí me gusta, puedo vivir con ello. Necesito ver que se actúa.”
Trump sigue siendo presidente y comandante en jefe durante los próximos dos meses. Visto el anuncio de Biden de que su deseo es que EE UU se reincorpore al Tratado de París, a la Organización Mundial de la Salud y al pacto nuclear con Irán, una sospecha que el asesinato del científico nuclear iraní Mohsen Fakhrizadeh –calificado por la Unión Europea de “acto criminal”– es uno de los primeros movimientos de Trump en su tablero de ajedrez en busca del jaque mate. ¿Qué vendrá después? Mientras la venta por parte de Trump de derechos de extracción de petróleo en Alaska parece haber chocado con problemas jurídicos, el presidente ha despedido a su ministro de Defensa y lo ha sustituido por acólitos suyos. Al mismo tiempo, acelera las ejecuciones federales de prisioneros condenados a muerte y habla de posibles indultos a su abogado particular, Rudolph W. Giuliani, y a sus hijos. Un asunto muy importante en su agenda es la orden de que las personas que no tienen la ciudadanía estadounidense no entren en el recuento del censo de población de 2020.
La pelota está en el tejado de Biden
Cuando asuma el cargo, Biden se enfrentará a una crisis sanitaria combinada con una crisis económica en un país en el que mucha gente se niega a llevar mascarillas o mantener la distancia social. Dos meses antes de su entrada en la Casa Blanca, los hospitales están cerca del límite de capacidad, el personal sanitario está exhausto y la mayoría de escuelas públicas y universidades funcionan telemáticamente. Cada semana, más de un cuarto de millón de personas solicitan el subsidio de desempleo; el Congreso no ha decretado ninguna ayuda adicional a las familias, las pequeñas empresas ni los Estados federados desde la primavera. Cuando expire la moratoria sobre los desahucios ordenada por el Centro de Control de Enfermedades, a finales de año, en pleno invierno, de 28 a 30 millones de familias podrán ser desalojadas de sus viviendas.
El historial de 40 años de Biden como senador incluye su oposición al transporte obligatorio de alumnos y alumnas a distintos distritos escolares para promover la integración racial en las escuelas, al apoyo a los recortes de prestaciones sociales dictados por Bill Clinton y a la ley de encarcelamiento masivo, la defensa del régimen israelí y el respaldo a la guerra de Irak. En 1991, siendo presidente de la Comisión Judicial del Senado, no acalló las insinuaciones sexuales que se profirieron cuando Anita Hill testificó en la audiencia sobre el nombramiento del juez Clarence Thomas al Tribunal Supremo de EE UU. Tampoco permitió la comparecencia de otras testigas que querían corroborar las prácticas de acoso sexual de que Hill acusaba al juez. Si bien ha dicho lamentar aquellos hechos, ha tratado de eludir toda responsabilidad afirmando que “ojalá pudiéramos haber ideado una manera mejor de manejar este caso”.
La gravedad de la crisis exige una audacia que no es precisamente característica de Biden ni del equipo del que está rodeándose. Es cierto que a diferencia del gobierno de Trump, los anuncios de su equipo de transición sobre posibles nombramientos indican que formará un grupo de altos cargos mucho más multirracial y experimentado. Muchas de estas personas ya habían trabajado en las administraciones de Obama y Clinton. De momento, la más radical es Janet Yellen, a quien el New York Times ha calificado de “progresista pragmática”. Esto significa que suele proponer políticas de las que intuye que superarán los posibles obstáculos de un Congreso conflictivo.
Aunque puede que tanto Biden como la vicepresidenta Kamala Harris caigan en la cuenta de que el retorno a la normalización de la presidencia de Obama no es suficiente, ambos son centristas que en sus discursos de campaña rechazaron medidas contundentes. Biden dejó claro que él es el Partido Demócrata y que él derrotó a Bernie Sanders. Por su parte, Harris reclamó una vez que se pusiera fin a la práctica de extracción de petróleo mediante fracturación hidráulica (fracking), pero cambió de postura cuando pasó a formar parte de la candidatura de Biden, quien apoya esta técnica y siempre ha defendido los intereses del sector petrolero y de la banca.
Dentro del Partido Demócrata ya se ha entablado una batalla, pues el ala derecha acusa a las defensoras declaradas de la justicia social, como las congresistas Alexandria Ocasio-Cortez (Nueva York), Ilhan Omar (Minesota) y Rashida Tlaib (Michigan), de ser responsables de que los Demócatas no hayan barrido en estas elecciones debido a su retórica izquierdista. Lo cierto es que las y los congresistas Demócratas de espíritu independiente –pese a haber visto engrosar sus filas con las recién elegidas Cori Bush (Misuri) y Jamaal Bowman (Nueva York)– son poderes marginales dentro del partido. (Bernie Sanders forma parte del grupo Demócrata, pero sigue siendo independiente.)
Por su parte, Sanders ha señalado que únicamente si se aplican políticas que afecten directamente a las vidas de la gente trabajadora podremos empezar a superar estas crisis, en primer lugar la crisis medioambiental que ha propiciado la pandemia. Reivindica la sanidad pública (Medicare for all); un aumento del salario mínimo; bajas y vacaciones pagadas; desarrollo de un programa de impulso del empleo, basado en la renuncia a los combustibles fósiles; anulación de la deuda estudiantil; educación gratuita desde la guardería; fin de los encarcelamientos masivos y creación de un mecanismo de inmigración humano. Sin un programa polifacético que priorice las necesidades de la mayoría, las crisis actuales se enconarán. Esto, a su vez, puede propiciar fácilmente el ascenso de otra figura autoritaria, tal vez más capaz, que prometa restablecer la grandeza de EE UU.
¿Empujará la profundidad de las crisis al gobierno de Biden y Harris a ir más allá de su programa, de su instinto centrista y del equipo que están formando? Resulta difícil imaginarlo. La única esperanza es que la lucha multirracial iniciada por la juventud negra a raíz de la muerte de George Floyd mantenga la llama encendida. Las reivindicaciones de que la vida de las personas negras importa y de que hay que dejar de financiar a la policía apuntan al corazón de un aparato de seguridad estatal violento, reclamando que en su lugar se empleen los recursos para satisfacer las necesidades humanas.
Algunas aclaraciones sobre las peculiaridades de la democracia estadounidense
EE UU tiene un sistema peculiar y muy poco democrático de elección del presidente federal y del Congreso. Este sistema de votación, ideado hace más de 200 años, estaba pensado para hombres con propiedades y ponderado para los dueños de esclavos, a los que por cada esclavo que poseían se les otorgaba tres cuartos de voto más. Cuando más tarde los movimientos sociales, incluida la guerra civil, extendieron el derecho a voto a más sectores, varias enmiendas constitucionales y leyes otorgaron este derecho a antiguos esclavos, inmigrantes asiáticos, mujeres y pueblos indígenas, y rebajaron la edad mínima para votar a 18 años. A pesar de esta ampliación, el sistema electoral sigue siendo poco democrático en dos aspectos: quién está registrado o registrada para votar y cómo se cuentan sus votos.
* Algunos votos cuentan más que otros: en la mayoría de los Estados, el partido mayoritario del parlamento tiene la potestad de delimitar las circunscripciones electorales a su favor sobre la base de los censos de población que se lleva a cabo cada década (gerrymandering se denomina esta práctica de manipulación de circunscripciones). Además, independientemente del volumen de la población, cada Estado tiene dos senadores. Así, el voto de una ciudadana que vive en Wyoming vale 40 veces más que el de otra que está censada en el Estado de Nueva York. En tercer lugar, el presidente no es elegido por el voto popular, sino por el colegio electoral. Cada Estado envía un número de electores equivalente al número de escaños de su parlamento. En los últimos 20 años, dos candidatas que ganaron el voto popular (Hilary Clinton en 2016 y Al Gore en 2000) no obtuvieron la mayoría de los votos del colegio electoral.
* La población no queda registrada automáticamente para poder votar: cada persona ha de identificarse para registrarse en el sistema electoral del Estado en que vive y ha de volver a registrarse cada vez que se muda a otro Estado. Si alguien no vota durante cierto periodo, se le borra de la lista electoral. El plazo para volver a registrarse varía de un Estado a otro. Toda persona condenada por un delito grave pierde su derecho al voto mientras cumple la condena. En varios Estados sureños, esto puede implicar la pérdida permanente de este derecho, en otros la persona en cuestión ha de solicitar la recuperación del derecho a votar. (En 2019, las y los votantes de Florida aprobaron una enmienda por la que quienes hubieran cumplido su condena recuperaban automáticamente su derecho al voto. Esto habría afectado a 1,6 millones de personas; el parlamento estatal aprobó entonces una ley que estipulaba que solo podían votar quienes hubieran pagado en su totalidad las multas que les hubieran impuesto.) A lo largo de la última década, políticos Republicanos han intentado eliminar votantes de las listas del registro, pretendiendo evitar los fraudes electorales. De este modo fueron purgados los nombres de varios cientos de miles de votantes. En muchos casos esto afectó a personas con nombres idénticos o parecidos.
* Limitación de candidaturas y sus programas: a partir de la década de 1920, cuando resultaron elegidos miembros del Partido Socialista a los parlamentos locales, estatales y federal, los Estados promulgaron leyes que restringían las candidaturas de partidos terceros. Estas leyes imponen elevadas tasas de registro y exigen que se presente cierto número de firmas de votantes dentro de un plazo limitado. Una vez certificados, estos partidos se enfrentan a litigios judiciales incoados por el Partido Demócrata o el Republicano. Incluso una vez superadas todas estas barreras, el volumen de financiación requerido merma los resultados electorales de estos partidos. En el último cuarto de siglo, solamente la campaña presidencial de Ralph Nader en 2000, por el Partido Verde, alcanzó a obtener el 3 % de los votos.
5/12/2020
Dianne Feeley es redactora de Against the Current.
Traducción: viento sur